Homenaje a Menéndez Pelayo

19.06.2023

De todas las ilustres cabezas que ha dado esta España nuestra, el recuento que haríamos de todas ellas quedaría irremisiblemente ayuno de plenitud si omitiéramos a Don Marcelino Menéndez Pelayo. Fénix de los ingenios, inigualable lidiador en la erudición, académico incombustible y escritor contumaz, cobarde sería no empeñar medios en reivindicar una figura tan muchas veces olvidada como capital para la comprensión de nuestra historia.

Quiso la Providencia ver nacer a Don Marcelino en el año 1856, en la ciudad cántabra de Santander. Su padre, regidor municipal de la ciudad durante el bienio progresista, engendró también a otros tres hijos: Enrique, Jesusa y Agustín. El primero nos cuenta en su diario las precoces proezas intelectuales del pequeño Don Marcelino: a los doce años sustituye a su padre en la cátedra de Matemáticas de la universidad, traduce con fruición a Virgilio sin necesidad de diccionario y se empapa de los clásicos ingleses con un desparpajo fuera de lo común. Su amor sin fronteras por los libros durante su niñez lo llevaba a trasnochar numerosas veces, hasta vencer el pedazo de vela que había conseguido aquel día para leer los libros que había adquirido. Gregorio Marañón, por su parte, nos relata cómo Don Marcelino, en el trayecto del tren desde Santander hasta la playa de El Sardinero, era capaz de despacharse "tres o cuatro volúmenes en cada viaje". 

Culminados sus estudios escolares en el Instituto Cantábrico, comienza su andadura universitaria en 1871, asistiendo a la Facultad de Letras de la Universidad de Barcelona. Allí comenzará a intimar con uno de sus primeros maestros, el historiador de las ideas Manuel Milá i Fontanals, decisivo para comprender la totalidad de su obra, especialmente en el campo del estudio de las ideas. Marchará Don Marcelino a continuación a Madrid en el año 1873, donde un malhadado destino lo esperaba. Mientras cursaba su último año de estudios, Nicolás Salmerón Alonso - en aquel entonces catedrático de Metafísica de la Universidad Central, a la postre presidente de la infausta Primera República - tomó la decisión de suspender en masa a todos sus alumnos, por no haber comprendido íntegramente los postulados de la doctrina krausista, de la cual que él tomaba fervorosa parte. No hizo esta arbitrariedad otra cosa sino hacer supurar los recelos de Don Marcelino hacia el liberalismo en boga, escuela con la que había coqueteado hasta entonces y de la cual el krausismo era producto. Esta aversión se convertirá en divisa inquebrantable en el devenir de su pensamiento cuando se gradúe en Valladolid al año siguiente.

Se presenta por libre, licenciándose con premio extraordinario. Conoce Don Marcelino en su periplo vallisoletano al que será su principal maestro y amigo, Gumersindo Laverde, quien lo introdujo en corrientes próximas al tradicionalismo carlista. Pese a que Don Marcelino nunca se adhirió plenamente a la causa, lo cierto es que las ínfulas de los entornos carlistas que le infundió Laverde serán indisociables de toda su obra. Ya egresado, Don Marcelino comienza su pródiga actividad poligráfica. Durante los años 1876 y 1877, y gracias a una beca del Ayuntamiento y Diputación de Santander, emprende un viaje íntegramente dedicado a sus pesquisas intelectuales, en el que investigará en las principales bibliotecas de Portugal, Italia, Francia, Bélgica y Holanda. De regreso a España, su todavía escandalosa juventud no le impide obtener la cátedra en la Universidad Central, ni tampoco ingresar en 1878 en la Real Academia Española, sustituyendo a Juan Eugenio Hartzenbusch. Entrará también en la Academia de la Historia en 1882, a la par que se introduce también - aunque de forma intermitente - en la política, siendo diputado en Cortes por las ciudades de Palma de Mallorca y Zaragoza. En 1898, bajo el gobierno progresista de Sagasta, es promovido a la dirección de la Biblioteca Nacional, cargo que ejercerá hasta su muerte. Fue propuesto también para el Premio Nobel de Literatura en 1905 y accede a la dirección de la Real Academia de la Historia en 1909. Sin embargo, su prematura vejez y la cirrosis que padecía - consumía café en cantidades inverosímiles -, lo terminaron por llevar a la tumba a sus 55 años en su Santander natal en el año 1912.

Pese a que vivió y murió soltero, lo cierto es que no le faltaron desafíos en las lides del amor a Don Marcelino. Pese a que hizo amagos de Don Juan - llegó a apalabrar el matrimonio con una prima suya -, su vocación intelectual lo avasalló por completo, asumiendo - quién sabe si deliberadamente - un celibato vital sin el cual no podríamos entender su insondable actividad. Merece la pena recoger otra anécdota acerca de Don Marcelino que nos narra Marañón. Asiste con un amigo a una función teatral en Madrid, atisbando en un palco a una antigua pretendida suya. Pruritos de nostalgia surcan la cabeza de Don Marcelino, que deja en el aire una frase tan enigmática como inflamada de pureza: "¡Dios mío, de qué felicidad me he librado!".

Sería fácil alabar a Don Marcelino simplemente por su portentosa - y tempranísima - madrugada intelectual que sin duda pasma al adentrarnos en su biografía, pero de gran importancia es también profundizar en las vicisitudes de su pensamiento y dar una razón motivada al por qué supuso su figura un antes y un después en el paradigma de la intelectualidad española. Decíamos antes que su ingreso en la Universidad de Valladolid iba a dejar una impronta ineludible en la obra de Don Marcelino, principalmente tras conocer a Gumersindo Laverde. Laverde era un católico preocupado por la creciente secularización de la sociedad española de aquellos años, que intentaba de alguna manera encontrar los medios para que el pensamiento cristiano típicamente español no estuviera destinado a perecer bajo la tinta de los romances medievales o perdido entre las leyendas de los bravos conquistadores de América. Y lo cierto es que encontró en el joven catedrático al revitalizador que buscaba.

Así, todo aquello que Laverde se propuso en un principio lo encontró elevado a la enésima potencia gracias al rigor bibliográfico, el fuste del pensamiento y al empaque de los trabajos de Marcelino Menéndez Pelayo. Algunas de sus primeras y más importantes obras, como La Ciencia Española, son un fabuloso ejemplo de esta encomienda. En este ensayo, Don Marcelino se propone analizar cómo el espíritu cristiano español nunca supuso obstáculo para el cultivo profundo de las disciplinas científicas, tal y como sostenían los liberales de la joven Institución Libre de Enseñanza, ardorosos por ver a España paladina de una revolución cultural y científica que - guste más, guste menos - nunca nos correspondió. Pero la obra que sin duda condensa de manera más genial y absoluta la gallardía del pensamiento de Don Marcelino es sin duda su Historia de los Heterodoxos Españoles, obra poco menos atribuible a un catedrático emérito de la Academia de Ciencias Morales y Políticas al filo de la vejez, pero que el santanderino se tomó la molestia de publicar a los 26 años en ocho tomos de 500 páginas cada uno, aproximadamente. Se trata de un prolijísimo estudio - empapado también de interpeladoras reflexiones - sobre cada una de las herejías contra el cristianismo que proliferaron en España desde que el apóstol Santiago pisó nuestra tierra hasta la Revolución Gloriosa de 1868. Desplegando una asombroso bagaje de recopilación de hechos, personajes y procesos, Don Marcelino inspecciona minuciosamente qué ideas e intenciones se escondían detrás de cada una de las heterodoxias españolas que florecieron a lo largo de los siglos. Y no es tarea menor. "Quiso Dios que por nuestro suelo apareciesen, tarde o temprano, todas las herejías, para que de ninguna manera pudiera atribuirse a aislamiento o intolerancia esa unidad preciosa, sostenida con titánicos esfuerzos en todas las edades contra el espíritu del error", nos advierte en el tercer capítulo del primer libro. Y una vez desenmascarado y desmentido ese "espíritu del error", Don Marcelino nos ofrece una tesis tan contundente como palpitante de verdad: cómo el cristianismo ha sido el elemento vertebrador de la historia de España, y cómo su abandono por nuestra parte ha supuesto la paulatina disolución de todo lo que ella ha representado a lo largo de la historia. Y afirma que cuando se consuma definitivamente ese abandono - en una cita de una vigencia profética que asusta - , "España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vetones o de los reyes de Taifas". Y sentencia, no exento de cierto derrape apocalíptico, que "a ese término vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea" ¡Qué sería de nuestro país si la gente leyera tan solo un poco a Marcelino Menéndez Pelayo!

No obstante, sería erróneo clasificar a Don Marcelino exclusivamente como un ilustre estudioso académico, perdido en la excelencia de los despachos universitarios o devoto de la densidad como única manera de ofrecer su esplendor intelectual. Hombre tremendamente sensible para las apreciaciones literarias, siempre procuró cultivar la artesanía de las palabras en cada una de sus obras. En los Heterodoxos, por ejemplo, el rigor intelectual de semejante trabajo no le impide flirtear con agudas y provocadoras ironías que refrendan la pretensión persuasiva del tratado, aireando más si cabe su genialidad innata con un vigor literario pocas veces reconocido. Fue además un excelente poeta, en la línea de un soberbio clasicismo que acaso las corrientes líricas de la época no contribuyeron a valorar en su justa medida.

Y este es el breve - e insuficiente, ay - homenaje que desde este espacio hemos querido brindar a tal titán de nuestras letras, a un hombre que pasó a la historia al designar a la misma historia como fiel compañera en la batalla. ¡Cuánto tendrá que esperar España para volver a engendrar a otro sabio así, capaz de sublimar el espíritu de un pueblo con tan solo la fuerza de la pluma y la palabra! Años, décadas, quizás; pero creo que en el fondo todos sabemos que a Marcelino Menéndez Pelayo nunca nadie osará desatarle la correa de las sandalias.

ANDRÉS ROJO VIGUERA