Maestro

03/29/2021

A mi abuelo

Viena, marzo de 1824. Ya ha caído la noche en la ciudad imperial, aunque no son pocas las almas que todavía vagabundean por sus calles estrechas. Los sombreros de copa y los tocados plumados desfilan con parsimonia a la luz de las farolas. Se oyen algunas risas, ahogadas por los gritos furibundos y los cristales rotos de una riña que se desenvuelve en un establecimiento cercano. Un borracho canta apoyado en un árbol al son de una guitarra invisible, mientras que las ruedas de un ruidoso carruaje traquetean alegremente al deslizarse sobre los adoquines. Los cascos de los trotones, que siguen el mismo ritmo nocturno, resuenan por la avenida y se mezclan con la agradable voz del agua que baila en la fuente. Es la algarabía propia de la vida en la urbe, la relativa paz ordinaria de la capital austriaca. Pero no todos los vieneses pueden disfrutar de este concierto...

No, él no puede, y esa es la causa de su desgracia. Ligeramente encorvado, cabizbajo y sujetando su bastón con las manos a la espalda, se arrastra calle abajo sin levantar la mirada del suelo. Lleva un viejo sombrero de copa hundido hasta las cejas, una levita marrón algo raída, y una bufanda púrpura mal colocada. Sus largos cabellos grises - que le cuelgan hasta los hombros - oscilan de un lado a otro con cada uno de sus pasos, imitando el movimiento acompasado de la aguja de un metrónomo. Ajeno a todo cuanto acontece en torno suyo, va tarareando una contagiosa melodía, que interrumpe de vez en cuando para gruñir y maldecir en voz baja mientras niega con la cabeza.

No parece haber nada que pueda distraerle de su profunda cavilación. Su ensimismamiento, sin embargo, le impide apercibirse de que camina peligrosamente por la calzada, situándose en la trayectoria del carruaje que sube a gran velocidad por la avenida. Los caballos trotan directamente hacia donde se encuentra nuestro hombre, azuzados por el látigo del cochero y relinchando furiosamente, pero él no puede escucharlos. De pronto, el grito de advertencia de un transeúnte capta la atención del mayoral, el cual, asustado, tira con fuerza de las riendas y se inclina hacia atrás en su asiento para sosegar a los agitados animales. En ese momento, el abstraído caminante - que ha notado en su mejilla el caliente resuello de los caballos detenidos a escasos centímetros - se vuelve bruscamente. Toda la actividad que se desarrollaba alrededor ha cesado de súbito: algunos viandantes han interrumpido su paseo para observar la escena, el borracho ha dejado de lanzar versos desafinados, e incluso el agua de la fuente parece haber cesado de brotar. El misterioso hombre se mantiene erguido frente al carruaje, mirando fijamente al cochero con una inigualable expresión de odio en el semblante. Al mismo tiempo, la rabia fluye por sus miembros y provoca un temblor nervioso en sus puños cerrados. Por sus pómulos enrojecidos, el rechinar de sus dientes y el brillo de ira en sus ojos verdes cualquiera de los curiosos de la calle podría deducir que no le ha sentado muy bien el verse importunado.

- Disculpadme, no os había visto - murmura el mayoral, visiblemente cohibido.

- ¡¿Cómo decís?! - grita irritado el hombre en la calzada, acercándose al conductor. - ¡¡No os oigo!! -.

- Ruego me perdonéis por... - repite el cochero con voz temblorosa.

- ¡Necio! ¡Imbécil! ¡Digo que no os oigo! ¡No oigo nada! - ruge enfurecido el individuo de largos cabellos grises, mientras golpea violentamente el carruaje con su bastón.

Ninguno de los miembros del gentío agrupado en torno al lugar del incidente osa moverse lo más mínimo; nadie tiene el valor suficiente para intervenir ante tal ataque de cólera. Incluso el gendarme achaparrado y de gran bigote negro, que había acudido al oír los gritos, permanece inmóvil junto a los caballos del carruaje. Mientras tanto, el individuo al que todos miran sigue profiriendo insultos y golpeando impetuosamente el coche y al cochero. Tras unos interminables segundos de alaridos y varapalos, empero, su energía se agota y se ve obligado a detenerse. La luz de las farolas se refleja en las gotas de sudor que cubren su rostro; sus jadeos resuenan ante silencio estridente de los circunstantes. Él se da la vuelta lentamente, casi regodeándose en la contemplación de la multitud que se ha congregado a su alrededor, a la que mira con expresión severa.

- ¡Es el maestro Beethoven! - musita alguien, con asombro, entre los curiosos.

- ¡Sí! ¡Es él, es él! - repite otro desde una distancia mayor.

Un ruidoso murmullo de sorpresa se extiende con rapidez entre la muchedumbre.

- ¡Beethoven, el maestro!... -.

Ludwig van Beethoven no puede oírles. Desconcertado y furioso, observa con una mueca burlesca los labios agitados y las miradas evasivas mientras recupera el aliento. No puede oírles, no, pero percibe sin dificultad la confusión y el temor generalizados. De pronto, un fulguroso relámpago ilumina la oscuridad de la noche, y un trueno terrible rasga sin piedad el cielo de la capital. En menos de un segundo comienzan a llover mares sobre los vieneses reunidos en torno al lugar del incidente, que se dispersan a la carrera tratando inútilmente de protegerse de la intensa lluvia. Solo Beethoven permanece inmóvil, sin mover un músculo, dejándose empapar por el agua, que le resbala con rapidez por la cara y por todo el cuerpo. Un nuevo relámpago, y un nuevo trueno aún más estruendoso. La lluvia cae con tanta fuerza que incluso la tierra parece temblar. No queda nadie en la calle, pero Beethoven no se inmuta. Se limita a cerrar con suavidad los párpados, sumergiéndose en una profunda meditación, y alza con serenidad majestuosa su mano derecha, en la que sostiene el bastón.

A continuación, comienza a moverla pausada y ceremoniosamente de un lado a otro, como dirigiendo una orquesta imaginaria, y tarareando con delicadeza una melodía ahogada por la lluvia. El agua corre ágilmente por la calzada como si de un río se tratase, cubriendo sin miramientos sus desgastados zapatos. Pero Beethoven no se inquieta. Él siente en la lluvia intensa las voces potentes de un coro, en las ráfagas de viento, las flautas y los violines, en el estruendo del trueno, las trompas y los timbales... La tormenta es, para él, una hermosa sinfonía. Poco a poco, casi sin darse cuenta, ha ido acelerando el movimiento de su brazo derecho y ha alzado también el izquierdo, que mueve de igual manera. Su cabeza también se zarandea con la misma energía, que va in crescendo. El movimiento acompasado del comienzo se torna gradualmente en un agitado - casi violento - frenesí final. Como en los grandes teatros y salones en los que ha interpretado sus piezas, Beethoven - que permanece con los ojos cerrados - agita sus brazos y la cabeza con poderío y libera con vigor colosal toda la tensión y la energía que fluyen por su cuerpo. Ahora la tormenta es él.

De nuevo, un fulgúreo destello. En ese instante, el maestro abre súbitamente sus ojos verdes, centelleantes de ansia. El trueno ensordecedor le produce un agresivo estremecimiento; una inmensa sonrisa ilumina su semblante.

- Lo he oído... - susurra, jadeante. - ¡Ya está! ¡Lo he oído! - repite, vociferando entre carcajadas y dando saltos por la calzada.

Ha estado mucho tiempo - casi dos años - esperando. Ya no puede contenerse y corre. Corre calle abajo, chapoteando y a trompicones, hasta llegar frente a su residencia en el número 5 de la calle Ungargasse. Sus 54 años se hacen notar mientras se apresura por la escalera, resoplando, pero sin dejar de tararear. Al llegar a su puerta, coge la llave con su mano temblorosa y la introduce como puede en la cerradura. La luz de los relámpagos se cuela a través de las cortinas y permite entrever una habitación pequeña y desordenada. En sus paredes grises y en los vidrios del ventanal resuenan la lluvia y los espléndidos truenos. Tras dejar su empapada levita y su sombrero en el sillón, con el cabello chorreando todavía, enciende una cerilla y prende los quinqués que hay distribuidos por la estancia. La luz azafranada ilumina la cantidad inmensa de papeles y partituras esparcidos por el suelo, encima del escritorio, de la cama...

Pero a Beethoven únicamente le interesan unos pliegos en particular, que descansan sobre el piano, esperando la pluma del genio. Revolviendo nervioso entre las infinitas láminas encuentra la péndola, que sumerge rápidamente en el tintero, presto para escribir. Se sienta frente al piano y se detiene un momento al tocar con su mano, todavía trémula, aquellas partituras. En una de las hojas puede leerse "Sinfonie Nr.9, von L. Van Beethoven". Su mirada recorre rápidamente cada uno de los pliegos de la pieza, repletos de manchas y borrones, que va pasando con rapidez hasta llegar a los últimos. Entre estos hay uno prácticamente en blanco, titulado Vierter Satz - (Recitativo). Es el espacio destinado al cuarto movimiento de su obra maestra, el broche final que lleva tanto tiempo buscando. Tras observar el papel con avidez, su mirada se posa en el mueble junto al piano, donde están los instrumentos inventados por su amigo Johann Mäzel para que pueda sentir mejor las vibraciones del sonido.

Hoy no los necesita. No, porque ya lo ha oído bajo la tormenta. Lo ha oído todo.

- Sí... - dice Ludwig van Beethoven, pleno de orgullo - ¡Sí! ¡Cantaremos la obra del inmortal Schiller! -.

Y con un ansia inconmensurable en el cuerpo, se lanza con voracidad redoblada a escribir, embelleciendo los pentagramas con su luz sonora. Y él disfruta, sumergiéndose en la corriente, dejándose llevar, nota tras nota. Y mientras escribe, canta. Le canta a Dios, y al resto de los mortales. La afilada pluma corre - vuela - sobre el papel, rasgándolo una y otra vez.

Y cada una de las notas es un sillar invisible, que él erige con mano de arquitecto prodigioso, construyendo en la historia una catedral de belleza sublime y armonía perfecta. Volcado en su obra, escribe ya con los ojos cerrados, sacudiendo la cabeza, mientras se escapa de su boca un murmullo ininteligible. Y así, aunque él no es consciente de ello, pasan fugazmente los minutos, y las horas.

Con todo, la tormenta no parece querer amainar. De pronto, una estruendosa ráfaga de viento abre la ventana de par en par, levantando con ímpetu las cortinas y los papeles desperdigados por el suelo. Pero Beethoven mantiene los ojos cerrados. Y mientras las partituras vuelan a su alrededor por toda la habitación, el viento aúlla y retumban los truenos, en su cabeza miles de ardorosas voces cantan an die Freude, a la alegría:

"Freude, schöner Götterfunken, Tochter aus Elysium!

(¡Alegría, hermoso destello de los dioses, hija del Elíseo!)"

Son voces maravillosas, excelsas; son las voces de los coros célicos que gritan al mundo, triste y abatido. Beethoven canta - ruge - con ellas, sin dejar de escribir a una velocidad extraordinaria. Aunque su respiración acelerada y sus manos convulsas le advierten de que está exhausto, él continúa trabajando, infatigable, ebrio de entusiasmo. Las gotas de sudor se escurren insolentemente por su frente y su cabello, como queriendo distraerle de su ocupación. No obstante, él resiste ajeno a todo, y prosigue con su eminente labor, plasmando en el papel el lenguaje divino, regodeándose en la inmensa suerte de poder comunicarse directamente con el Creador. Jadeante, tembloroso, Beethoven siente en sus sienes cada latido de su corazón, que bombea con fuerza irresistible entre la vorágine de trompas y timbales, violines, contrabajos, flautas y clarinetes, y las voces angélicas, que resuenan, invisibles. Con cada martilleo, la vista del genio se nubla progresivamente y todo a su alrededor parece dar vueltas en un torbellino infinito. Finalmente, la pluma se le escapa de las manos y cae, rendido, sobre el piano.

*****

Amanece en Viena. Las nubes grises se han marchado a la carrera, perseguidas por el viento, dando lugar a un transparente cielo de horizontes eternos. La ciudad va despertando, bañada por las primeras luces del alba y rodeada de las aves, felices criaturas, que entonan sus celestiales cantos tras la tempestad. Las gotas de lluvia brillan como perlas en las hojas de los árboles, de un verde purísimo, y de la tierra surge un agradable olor, acre y balsámico.

Un rayo de sol penetra sigilosamente por la ventana. Beethoven abre los ojos y se incorpora, desperezándose. Después de dar un bostezo, despreocupado, recoge las partituras que hay sobre el piano y las observa, satisfecho. Un gran suspiro de alivio y alegría se escapa de su boca. Con los pliegos todavía en la mano, el maestro se levanta y se dirige tranquilamente hacia el balcón. Y su mirada, empapada en lágrimas, se pierde en la lejanía, y en su rostro se dibuja una sonrisa de profundo agradecimiento.

SANTIAGO MÉNDEZ-MONASTERIO SILVELA