La puerta del Cielo

01.07.2020

Un relato de Rafael González de Canales Díaz

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A Clara

El cielo mantuvo un claro llano de horizonte. Del difuso trazo de naranja quemado, la luz se degradaba en azules celestes por donde se asomaban las primeras estrellas. La luna nueva, de espaldas al banco, permaneció inmóvil, contemplando la que sería la caída del sol.

Inclinándose sobre la libreta para vencer su ceguera, el hombre de la barba eslava se dispuso a recitar con solemnidad:

Altair, la estrella nueva, 

bailaba soberbia como la primera. 

Venus y Marte compartían

la soberanía en el dintel de la puerta.

Su expresión mostró insatisfacción. No creía que cuadraran del todo sus versos. Decidió entonces arrancar la página y volver a empezar. Parecía que llevaba un rato intentando sacar algo "con pulgas" como solía decir, pero sus palabras no terminaban de encajar en el decorado celeste. El pentagrama no reflejaba la cúpula de sol en sus más finas vibraciones. Tan solo una o dos palabras que encajaran mejor.... Podría decantarse por el ritmo, la rima, el juego de palabras y otras muchas cosas, que aisladas eran buenas, mas no bastaban. Él quería toda la corte celestial en sus cuatro líneas, algo que un físico o un teólogo no comprenderían. Quería desafiar a los sabios y entendidos de la materia sin tener nada que perder. Sin embargo, para ello necesitaba viajar más adentro. No quería defraudar al Creador que tan buen instante le había brindado para mayor gloria suya, pues ​en verdad creía que pocos eran los que contemplaban el rostro del sol de la misma manera. ¡Un instante s​ol​o para él! Si comprendiera...

La página seguía arrugada en su mano y la miraba como servilleta de la que esperaba deshacerse. Algo tenía que cambiar, pero ¿cuánto? ¿hasta qué punto? Era todo o nada; él o el poema. Necesitaba tiempo y el atardecer menguaba cálidamente. Esta vez los reflejos últimos se marchitaban despacio; pétalo a pétalo, rayo a rayo. Era hora de parar y repetir la secuencia.

***

El cielo mantuvo un claro llano de horizonte. Del difuso trazo de naranja quemado, la luz se degradaba en azules celestes por donde se asomaban las primeras estrellas. La luna nueva, de espaldas al banco, permaneció inmóvil, contemplando la que sería la caída del sol.

Ahora con los ojos cerrados y la libreta apoyada sobre la barba esperó menos de un instante...

***

Cuando abrí los ojos pude retomar la tranquilidad. Todo permanecía en su sitio desde la última vez que estuve: cada sala, rincón y detalle. Era increíble contemplar la belleza inmortal de la maquinaria humana. Ahí estaba yo en mi desván del pensamiento o, como prefiero llamarlo​, ​"los cultivos del interior", ¿espacio? ¿tiempo? Sin frío ni viento, ni calor que desvanezca el mundo del evo, mi evo.

La paredes labradas mostraban muescas de avanzada edad. Eran el resultado de años de esfuerzo, trabajo y dedicación. ¿Los muebles? Todo igual: se mantuvieron en calidad y cantidad. Sorprendía de veras contemplar tan maravilloso patrimonio, que, a los ojos de la carne​,​ parecería un templo inexpugnable del saber, del caminar, del pensar....

Lamentablemente creí durante mucho tiempo de mi juventud que el lugar servía de cárcel, donde lo sensible chocaba sin afectar a lo más mínimo los ecos de sus corredores. Sería como un mundo olvidado de bagatelas inservibles, cercado de verjas negras y nubes grises. El mundo de los sentidos era para mí irreconciliable con este. ¡Tanta me parecía la diferencia! Yo hablaría de un abismo infinito entre el color ruidoso y la más silenciosa oscuridad ¿Para qué escuchar cuando puedes hablar? Puede que haya pensado de esa manera demasiado tiempo... Sin embargo, uno nunca es lo suficientemente viejo como para dudar de estas cosas. Los hay quienes prefieren vivir de espaldas y, algunos más raros, no abren siquiera la primera y más esencial puerta: ¿Quién soy?

Desde ese instante, los sentidos permanecen únicamente bajo la tutela de la razón. Así se abre la primera puerta. Es tan sencillo como parar, observar y continuar. Este sencillo ejercicio nos libra de muchas condenas y nos permite algo muy sano y humano, que es desarrollar la capacidad de agradecer. Maravillarse de lo cotidiano es otro nivel que, aún a mi edad, me parece demasiado avanzado. Aquí comienza la vida dura de los labradores de los sueños, de los cultivos de la imaginación y de la vida espiritual. Los grandes místicos de la gloria eterna caminaban por la senda que se detiene y espera.

Ahora que ya no soy el único que entiende de mis intimidades, quería volver a una de mis principales preocupaciones que me ocupan ​en estos momentos. Desde hace mucho tiempo estaba pensando que deben existir determinadas "puertas corredizas" que rompan las vías convencionales del conocimiento. Esta idea consiste en que uno puede buscar maneras de desafiar a los sabios dentro de la universalidad e infinitud de la capacidades humana del pensar. Las ideas que fluyen en el viaje onírico se bastan de un anzuelo adecuado para romper las aguas habituales por las que suelen transitar. De esta manera, la sorpresa se hace presa y la recompensa se compensa​. La balanza mide con precisión y justifica su existencia.

El arte de pescar está reservado a los grandes genios del pensamiento, que conforme progresaban y observaban las infinitas profundidades del abismo, llegaban a la humilde conclusión de que poco sabían y poco podían saber. Por otro lado, el conocimiento no deja de ser la manzana de Eva y, por ello, un fruto apetecible, porque la verdad oculta de las cosas bajo la sensible piel de una fruta parece estar al alcance del más insignificante insecto. Todo lo sensorial pretende permanecer, pero aquí la manzana peca de manzana y nos encontramos con la naturaleza corruptible de todo su ser, y es aquí donde el saber se presenta muchas veces como la puerta de la salvación. Para muchos su vida ha sido una constante búsqueda de ese saber, de "tocar el fondo". ¡Y cuántos se han ahogado! Si bien es herramienta, no debe ser fin ni sujeto de idolatría. El arte del pescador está en el equilibrio y la medida. El pescador necesita conocer las puertas, pero no debe entrar en todas las puertas. El pescador debe buscar, pero no debe convertir su búsqueda en su vida. Encontrar lo inencontrable no está en nuestro poder.

Ahora que se han alzado los límites o muros podremos pasear libremente por el resto del jardín. El árbol del conocimiento queda tan solo para los que no conocen el relato. Es por esto por lo que uno debe caminar con cuidado. Si bien la primera puerta nos abre a un charco de niebla, el progreso debe ser lento y limpio ¿Ha quedado claro?

Ahora me dirijo a recuperar una parte de mi memoria que tenía envejecida desde hacía tiempo. Sumergirme en recuerdos me resulta grato, aunque sé que no todo lo que veo es verdad tal y como aconteció y de que somos mucho más que un puñado de recuerdos. Estaba pensando en la primera vez que contemplé las estrellas. Todos los días cuando vuelvo a mi casa echo un vistazo al cielo, esperando que las cosas no se hayan movido demasiado. Sin embargo, no me estoy refiriendo a este tipo de momentos, sino a otro más especial.

La primera vez que llevé a cabo una verdadera contemplación sucedió la noche del 19 de octubre de 1827, día previo a la gloriosa victoria en Navarino. Yo era tan solo un joven temeroso de los enemigos de la religión y de la patria. Llegué porque el viento soplaba a favor de los intereses del Imperio y pude con éxito encontrar un oficio del que vivir... Pero volvamos a levantar la cabeza.

La noche de antes al conflicto no pude dormir. Sentía lejos a los que amaba, me resultaba asfixiante la sensación que me producían los recuerdos y, por primera vez, percibí desde la lejanía el aliento de la muerte. No sin acierto, supuse que llamaría a muchos antes de que volviera a caer el sol. Aquella noche dormimos en la cubierta un gran número de los soldados de a bordo por miedo a insospechadas incursiones u otros infortunios que nos pudieran sobrevenir. Con el uniforme impecable, la cartuchera ceñida y un rostro cargado de viveza, tenía las papeletas para volver a casa con una medalla. Tal vez dos... Pero ¡ay si fuera por las medallas!

Recuerdo que fueron pasando las horas. Pasaban lentas. Pesaban todas. Me agarré como nunca a las antiguas letanías y salmos que aprendí de niño de los labios de mi madre. ¿Era el fin? Sospechaba que podía serlo. Abandonado, ya solo podía esperar. Y así lo hice hasta que llegó el milagro... Un horizonte vertical se abrió ante mis ojos. Me deslumbró un cielo que nunca había contemplado. Algo que allí me esperaba me abrazó y me consoló aquella noche ¡Quién como Dios! me dije sin cesar. Supliqué mucho y agradecí mucho más porque no solo había encontrado un sentido que se escondía bajo las nubes, bajo la niebla, sino que descubrí el sentido que llena el corazón del hombre. Una revolución derrocó mi yo, mis soberbias preocupaciones y, en definitiva, mi flaqueza. Tomé la Palabra de mi corazón y proclamé de una forma nueva las palabras del santo a los Efesios: "permanezcan de pie, ceñidos con el cinturón de la verdad y vistiendo la justicia como coraza". Esta nueva luz me arrebató como nunca mis más profundos anhelos. Esa noche vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Ya era el hombre nuevo a la salida del alba.

¿Y la batalla? Eso fue lo de menos. Aquel día me transformó y, puedo decir, que comencé a ver de otra manera. A partir de aquí, todo este proceso de cambio se aceleró de una manera vertiginosa y me adentré con más fuerza en la selva de mi yo. Mucho había y hay por hacer y, ahora que me hago mayor, reconozco con juicio esclarecido que el camino a recorrer es muy personal, pero nace siempre de los cauces de la humildad. Probablemente esta sea la mayor de mis aventuras como hombre.

Pero bueno, parece que ya hemos levantado suficiente polvo... Me limitaré mejor a las partes más esenciales porque el tiempo se está difuminando. Puede incluso que una sola idea sea suficiente. Al fin y al cabo, no deberíamos hablar por hablar, sino meramente ceñirnos al acontecimiento que nos ha convocado.

Nos habíamos quedado ante el atardecer que se desvanecía y habíamos recorrido un largo viaje para buscar unas palabras de consuelo para esta pobre alma insaciada ante la sola luz del atardecer. Mi vida, como otra cualquiera, necesita de algo más que pan para vivir. Por eso ahora proyecto mi mirada al horizonte y me elevo sin tener que levantarme. Es aquí cuando entra la lírica fervorosa y busco un dulce poema que englobe la visión del sentir. Mis inmanentes "cultivos del interior" se ponen en marcha y llegan a producir el ciento por uno. Lo difícil, donde me atasco precisamente en este momento, es en rematar ese pensamiento con los correspondientes versos, que inmortalicen en la piedra viva de la memoria un yo verdadero que descanse sobre mis cenizas. Esta idea nos conduce nuevamente a entender el verso como epitafio y monumento terrenal. Todo sonaría precioso, pero me veo atascado y, ante la inminente caída del sol, también veo desfallecer mi ímpetu. Sería un fracaso pensar que por no llegar a dar con la puerta corrediza, me vea encerrado en el enfado soberbio del hombre que no reconoce sus incapacidades y, si por algo voy a ser recordado, no va a ser por ser un buen escritor. Para mí, el hombre es antes persona que escritor, aunque el escritor pueda también ser buena persona.

Ya está. Parece que ya es hora de volver. 

Siento que el encuentro haya sido breve. Aún medito en otros vagos pensamientos que me distraen hasta el final.

***

El hombre no tardó más de unos segundos en devolver su página arrugada a su madre libreta. Parecía haber resuelto un conflicto interior que le mantuvo inquieto. Esperó unos segundos, se rascó la barba y se miró los zapatos como si tuviera que comprobar que su cuerpo estuviera completo. Finalmente se ajustó las gafas y se dispuso a caminar hacia algún lugar con paso lento, mientras el sol dormía.