
La poesía y el yo
Tenía razón Bécquer cuando dijo aquello de poesía eres tú, aunque no pretendiera llevar a cabo un análisis antropológico, sino expresar su vivencia amorosa. Y es que, precisamente en esa expresividad poética, como manifestación de la intimidad personal, es donde podemos intuir las profundidades insondables del ser humano. Pero si nuestra intención es hallar el vínculo entre la poesía y lo específico en el hombre, sería temerario lanzarnos en solitario a semejante aventura; lo mejor será buscar nuestras respuestas en aquellas personas excepcionales que han logrado pasar a la posteridad como grandes poetas, pues nadie mejor que ellos podrá introducirnos en este misterio lírico y humano. A lo largo de la historia, han sido muchos los intentos de caracterizar la poesía, intentos todos alejados de una definición técnica, engendrados por cada autor en el seno de su particular e incomunicable experiencia. Entre los mismos, considero de especial interés para el tema que nos ocupa dos enfoques en apariencia opuestos, cuya reconciliación integradora, sin embargo, nos revelará uno de los rasgos esenciales del hombre.
Algunos conciben la poesía como un encuentro del "yo" con lo inefable, con las raíces más desconocidas de la existencia: así Juan Ramón Jiménez, que la define como un intento de aproximación a lo absoluto por medio de los símbolos, u Octavio Paz, para quien la poesía es la perpetua tensión del poeta hacia un absoluto del lenguaje, en la esperanza de cautivar la realidad, lo efímero, eso mismo que se desvanece en el momento en que uno lo piensa. Resulta llamativa la referencia al absoluto en ambas definiciones, que fácilmente evoca la filosofía idealista alemana del siglo XIX. No se trata de una mera coincidencia (sin entrar a debatir la intencionalidad de los poetas). En efecto, cuando la poesía se entiende como algo referido tan solo al sujeto creador, como un suceso íntimo y solitario, la tesis schelingniana del "Yo" Absoluto cobra plena vigencia: la poesía sitúa al poeta en centro del universo, de su universo; se convierte en una llave para adentrarse en los abismos infinitos de la propia individualidad.
Frente al silencio propio de una lírica encerrada en las cárceles del yo, Vicente Aleixandre considera que la poesía es comunicación, (...) hermoso diálogo en que el poeta interroga y el lector calladamente da su plena respuesta. Y también Blas de Otero defiende su poder comunicativo, al definirla como expresión y reunión. Sin embargo, cabe preguntarse si en una poesía dialogada, que parece acabar con la intimidad del poeta, es posible todavía conquistar la esencia de la realidad; o, en otras palabras, si la irrupción del receptor - como nuevo protagonista - impide esa suerte de introspección universal que es el proceso creativo. En nuestra respuesta a la cuestión radica no solo la tesis fundamental de este ensayo, sino la clave para comprender el principal error antropológico de la filosofía moderna en su intento por caracterizar al ser humano.

Dicho error, por otro lado, no debe atribuirse exclusivamente a la modernidad, pues este periodo supuso la germinación definitiva de una idea sembrada desde los comienzos de la filosofía. Ya Parménides identifica la unidad con perfección y divinidad y, más adelante, la evolución del platonismo desemboca en una cosmología emanacionista originada desde lo Uno - indescriptible, infinito y divino -, cuyo ínfimo grado de existencia coincide con la máxima multiplicidad. A partir de Descartes, esa preeminencia de la soledad ontológica se traslada al plano subjetivo: el yo es una realidad aislada, cuya capacidad de relación con el exterior y con otros individuos acaba convirtiéndose en una trágica duda irresoluble o en una condena a la frustración existencial; por eso decía Sartre que estamos condenados a ser libres. Así, el individualismo existencial en el que finalmente ha desembocado gran parte de la filosofía niega la capacidad humana de comunicar los misterios íntimos del yo, ya sea en un poema o en la expresión definitiva del amor. Pero antes de aceptar resignadamente la asfixia de nuestra propia soledad, deberíamos preguntarnos si una concepción del hombre como individuo aislado concuerda con su verdadera esencia: si lo específicamente humano es la incomunicación.
Entre la multitud de voces filosóficas que se elevaron durante el pasado siglo, destaca por su optimismo la de Leonardo Polo. Muy pocas personas en los últimos tiempos se han atrevido, en medio de un mundo tan convulso, a reivindicar, como él, la nostalgia del futuro. Pero su actitud no es, ni mucho menos, ingenua; de hecho, la respuesta poliana al conflicto entre el yo y el "no yo" (en palabras de Fichte) me invita a pensar que el optimismo es un buen amigo de la verdad.
Hasta ahora, hemos concebido la intimidad como algo propio del sujeto aislado; cada ser humano es recipiente de una serie de vivencias que solo él puede experimentar como referidas a sí mismo. Podría decirse que esto no es específico del hombre, pues también los animales sienten dolor y placer, hambre y sed, frío y calor... Pero la intimidad no se reduce a un conjunto de sensaciones, sino que abarca algo mucho más profundo: la consciencia, entendida como fenómeno autorreflexivo por el que el sujeto adquiere conocimiento de sí mismo y de su mundo interior. Y este misterioso autoconocimiento está estrechamente ligado a una facultad única en el hombre, capaz de poseer en acto su telos y de desentrañar los grandes misterios de la realidad; una facultad que recibe el nombre de intelecto.
Sin embargo, no podemos detenernos ahí. De lo contrario, seguiremos prisioneros en una cárcel que, si bien es hermosa, no puede encontrar en su propio interior los amplios horizontes de la felicidad. Es en este punto donde Polo se distancia de la gran mayoría de filósofos, al ofrecer un puente entre el yo y el mundo, cuyos pilares descienden hasta lo más hondo del ser humano: el hombre no existe como un islote aislado, sino que co-existe; contemplado en su plena radicalidad, no es un individuo, sino una persona, cuya esencia es intrínsecamente relacional. En definitiva, la realidad externa y en especial los otros hombres no deben entenderse como el "no yo", como un obstáculo, pues precisamente en esa realidad el yo se despliega y alcanza su plenitud. Polo llega incluso a afirmar que no es posible una persona en soledad. Subvierte la antigua sinonimia hasta tornarla en radical antítesis.
Interpretado con esta nueva luz, el problema de la incomunicación poética se resuelve desde su misma raíz. Salinas y Octavio Paz, Aleixandre y Blas de Otero, todos ellos tienen distintas perspectivas compatibles de una misma realidad antropológica, aunque unos incidan en la capacidad humana de acceso a la propia intimidad y otros en su naturaleza relacional, comunicativa. Por eso, la poesía es comunicación de la intimidad y desde la intimidad; la presencia del otro no es una amenaza para la expresión poética y ni siquiera debe condicionar el lenguaje empleado, pues un verbo que brota del propio corazón no necesita ser traducido para prender los latidos de otro ser humano.
Poesía eres tú, dijo Bécquer; y nosotros lo repetimos con renovado lirismo: ¡Somos poesía! De entre todas las criaturas maravillosas que pueblan la tierra, solo el hombre posee el don de dialogar en el lugar sin tiempo donde habitan los versos, en un idioma inefable que va más allá de lo simbólico, hasta encarnar aquello mismo que expresa; únicamente el ser humano posee este don, pues solo en su esencia se abrazan diálogo e intimidad.