La nueva ética

05/21/2020

"Existo yo con mis vivencias; pero allende mis vivencias no existe nada". Con esta frase magistral, sintetiza García Morente el pensamiento del filósofo Berkeley y de una forma similar, aunque por motivos diferentes, podría también describir las corrientes de pensamiento dominantes en la actualidad. Dichas corrientes merecen toda nuestra atención, nuestro análisis más exhaustivo, porque la filosofía es la raíz escondida de toda sociedad, el motor oculto del mundo, que marca, de forma silenciosa, el rumbo hacia el bien o hacia la destrucción. Y hoy, más que nunca, con la paradójica deshumanización producida por un individualismo egocéntrico y egoísta, abundan los falsos derechos, que atentan contra la dignidad y la felicidad del hombre.

Entre quienes creemos que el bien de la humanidad no es el que se promociona en las marquesinas, ni el que llena las películas y series sentimentaloides, ni el que invade los medios de comunicación, es habitual una angustiosa sensación de aislamiento e incomunicación. El mundo ha creado un nuevo lenguaje, que imposibilita la construcción de cualquier puente, de cualquier diálogo auténtico. Esta palabra - diálogo - ha sido una de las más deformadas por el diccionario de las nuevas corrientes de pensamiento. Qué bella es la búsqueda platónica de la verdad y qué mediocre su nuevo sentido, de cesiones y renuncias a las propias convicciones para alcanzar un acuerdo. Así, lo que antes describía la lucha insaciable por conquistar el bien objetivo, hoy es significante de su concepto más opuesto, bandera del relativismo.

La existencia de lenguajes tan radicalmente diferentes en el seno de una misma cultura, tiene profundas repercusiones en la sociedad. Una de ellas, que ya se intuye desde el comienzo de este ensayo, es la intensificación de los rasgos paradójicos del ser humano, hasta límites insospechados. Basta mirar a nuestro alrededor; nunca hemos estado tan interconectados como en la actualidad, gracias a los grandes avances tecnológicos, y, sin embargo, nos hallamos en el momento de mayor incomunicación desde la invención del lenguaje, hace decenas de miles de años. El principal sello identitario de cualquier pueblo siempre ha sido una cosmovisión común, perfectamente compatible con la variedad, los matices y las peculiaridades regionales y sociales. Esa percepción compartida de la realidad en sus rasgos más fundamentales es la que ha permitido la pervivencia de un pueblo unido, no tanto por los vínculos históricos o los lazos del pasado, sino por la posibilidad de forjar un futuro común, por la mirada de sus numerosos miembros hacia una misma meta.

Pero, hoy en día, el panorama es bien distinto. Nunca hasta ahora han convivido visiones tan opuestas de la existencia en el seno de una misma cultura. El mundo está lleno de naciones tan desunidas internamente que ni siquiera tienen una definición compartida del bien y del mal. Parece que, en el diccionario de las nuevas ideologías, la palabra "pueblo" también ha recibido un significado alternativo, con una implícita condena a muerte. Basta mirar a nuestro alrededor para descubrir los síntomas sutiles y variados, pero evidentes, del gradual desmoronamiento de las sociedades, por la ausencia de un sueño común.

Ante esta situación, corremos el peligro de perder la esperanza, por la imposibilidad de establecer una comunicación auténtica con quien tiene un idioma distinto y dañino, que ha sustituido los conceptos más importantes para la humanidad por sus antónimos. Pero no todo está perdido, no si logramos la forma de traducir nuestras palabras a ese nuevo lenguaje, sin desvirtuar su auténtico significado. Esto, por supuesto, no es nada sencillo. En los temas relacionados con la ética, con nuestro conocimiento del bien y del mal, con la defensa de la dignidad humana y el rechazo de la injusticia, resulta muy difícil comprender a quienes, con sus convicciones, se enfrentan a nuestras creencias más profundas. Y comprender no es aceptar o asimilar como algo positivo aquello que no lo es, ni tampoco un mero conocimiento superficial de los argumentos habituales de quienes disienten con nosotros. Para comprender una postura en las cuestiones éticas es necesario adentrarse en los más profundo de quienes la sostienen, y así observar aquello sobre lo que está construida, palpar sus cimientos básicos.

Muchos creen que se trata de un esfuerzo inútil, porque esos cimientos no existen, porque las posturas que hoy en día atacan frontalmente al bien de la humanidad no proceden de ninguna opinión ética, sino del más puro relativismo, de los intereses de una minoría y de la estupidez manipulada de muchos. Y aunque haya parte de verdad en estas afirmaciones, yerran en lo fundamental: en considerar que es posible una postura ideológica sin fundamentos éticos, sin cimientos. Porque el relativismo no está edificado sobre el aire, sino sobre la creencia de que la opinión subjetiva de cada individuo constituye por si sola una base ética válida. Por tanto, hasta la ideología menos cercana a la objetividad y más ligada a la volubilidad de las apetencias, sentimientos o impulsos instantáneos, tiene de fondo una visión particular del bien y del mal, unas leyes éticas, aunque dichas leyes consistan en la abolición de toda objetividad a la hora de juzgar las cuestiones humanas.

Este descubrimiento - la existencia de una base ética, sea o no la adecuada, como fundamento de toda ideología - es más importante de lo que parece, porque abre la puerta a la esperanza que creíamos perdida. ¿Cómo se puede lograr la comunicación con quien ni siquiera está de acuerdo en la existencia de un terreno firme, de unos fundamentos éticos, en los que debe construirse la humanidad? Es imposible crear puentes con algo que flota en el aire, sin contacto alguno con la tierra. En cambio, si alguien intenta edificar su vida sobre un suelo fangoso, como es el de muchas corrientes ideológicas actuales, quizás, algún día, podrá comprender que la dureza de la roca no es un peligro, sino algo que aporta solidez y seguridad.

Así pues, considero vital llevar a cabo un análisis profundo de la ética alternativa que se esconde detrás de las corrientes dominantes del pensamiento actual. Solo así será posible comenzar un diálogo que permita, poco a poco, ir desterrando de la sociedad todos aquellos supuestos derechos que tanto dañan al ser humano. Encontrando las grietas de sus cimientos, podremos derrumbar el edificio de la mentira. Por el contrario, si pensamos que la postura contraria a la nuestra carece de base alguna, más allá del egoísmo y la irracionalidad ignorante, nuestra argumentación será inútil, porque, aunque la comodidad se ha convertido en el mayor crimen de la humanidad, aunque muchas personas actúan movidas por el egoísmo, la cobardía o la ignorancia, hay otras muchas que sencillamente están equivocadas, por haber elegido el lugar erróneo para edificar sus valores y sus creencias. Para esa gente, nuestras palabras resbalarán como el agua en una ventana, porque no habremos sido capaces de comprender la esencia de su problema, porque les hablaremos en un lenguaje que no es el suyo.

En el estudio de los fundamentos de la nueva ética, no encontraremos, claro está, complejos sistemas de valores, capaces de abarcar y de explicar racionalmente el conjunto de las experiencias, deseos y preguntas existenciales del hombre. No, un sistema así es demasiado exigente para con el individuo, restringe su libertad a un sendero único, definido y limitante (esclavizador, se diría hoy) para alcanzar la meta de la felicidad. La nueva ética es todo lo contrario a un intento totalizador, a la búsqueda de una estructura común que explique y guíe el obrar humano. Lo que esta nueva ética propone es la negación de toda senda clara hacia la felicidad. Y no lo hace condenando abiertamente al ser humano a una existencia errante, sin una guía vital, sino que niega la concepción de la felicidad como algo que debe ser labrado, esculpido lentamente por una existencia orientada en un sentido concreto, por un largo y en ocasiones costoso caminar.

Así, la felicidad debe encontrarse en el instante presente, no como parte de algo mayor, de un proyecto vital unificador, no como una pincelada, más o menos colorida, integrada en un gran lienzo, no como una pregustación parcial de lo que al llegar al final del sendero hemos de gozar, sino como una búsqueda que comienza y termina en ese mismo instante, que no trasciende, que no es cimiento de nada posterior, ni causa de nada pasado. Por tanto, la característica fundamental de este nuevo planteamiento vital es la espontaneidad, el nacimiento y muerte de toda aspiración y sueño en un tiempo breve y aislado, que se convierte en una isla, quizás paradisiaca, pero rodeada del mar del sinsentido.

Nada grande, nada elaborado, nada plenamente hermoso puede construirse en un instante solitario, y como la razón se revela contra este desorden, contra este ataque a la unidad vital, necesaria para la plenitud, otra parte del propio ser debe cobrar protagonismo, debe hacerse con las riendas de la existencia: el sentimiento, la apetencia voluble, que concuerda a la perfección con esta nueva felicidad espontánea y breve, que es solo una sensación, un fogonazo deslumbrante, un fuego artificial (nunca mejor dicho), que enseguida se desvanece, obligando a la persona a lanzarse de nuevo a las vírgenes playas del instante ya caduco, para intentar divisar otra isla en el horizonte, donde poder construir una nueva vida, breve y solitaria, perdida en mitad de un océano temible. Sobre esa base inestable se construye la nueva ética.

Por consiguiente, su distinción entre lo bueno y lo malo no surge de la razón, de una serie de principios fundamentales que deban ser el hilo conductor de una vida. No, todo elemento que aporte cohesión y coherencia a la propia existencia es una cadena, es un lastre. Las raíces de la nueva ética no pueden ser otras que los sentimientos, que la percepción instantánea y subjetiva que yo tengo sobre un determinado asunto en el momento actual, porque mi presente no es parte de una existencia más amplia, sino que es un ser aislado y, por tanto, no debo buscar ningún pilar, ninguna atadura, más allá de este preciso instante. La propia vivencia sentimental será la que dictamine si algo es bueno o malo, si es justo o injusto.

De estos difusos criterios éticos surge una paradoja aún más llamativa y grave que las anteriormente mencionadas. Si en relación a un tema uno no siente nada en absoluto, por ser algo ajeno a sus inquietudes e intereses, dirá entonces que cada persona puede ser juez moral, que dictamine su veredicto basándose en sus sentimientos; eso sí, sin sobrepasar los límites de su jurisdicción, de su propia persona. En cambio, si uno percibe, desde sus emociones subjetivas, que algún rasgo de la sociedad, algún comportamiento humano o algún suceso es negativo, es malo, ya no considerará ese veredicto como algo opinable, porque le afecta a él directamente, porque su felicidad, esa que nace y muere en ese instante, corre el peligro de derrumbarse si aquello que siente como malo no desaparece, no deja de amenazar su bienestar emocional. Por tanto, cuando un individuo regido por la nueva ética detecta una aversión sentimental hacia cualquier aspecto de la sociedad, no le basta con el respeto de su opinión, al mismo nivel que otras tantas posturas dispares, sino que exige la universalización de su percepción ética, el reconocimiento de un nuevo "derecho", porque su felicidad está en juego.

Sin embargo, el cumplimiento a rajatabla de esta ética por todos los individuos de una sociedad, sin ningún tipo de organización, sin ningún elemento unificador, supondría la destrucción de la misma, por el caos absoluto que surge de múltiples pretensiones de universalidad. Así, llegamos a la paradoja última del pensamiento actual. Y es que, para rechazar la ética totalizadora, que unifica la vida humana y social, sin caer en un desorden incompatible con la vida del hombre en sociedad, es necesario dirigir la multitud de sentimientos errantes y desconcertados en una dirección determinada. Es el llamado "pensamiento débil", una serie de valores que no exigen al individuo fortaleza, ni lucha, ni la más mínima coherencia vital, que pueden ser aceptados sin ser vividos, que no estorban la búsqueda inmediata de satisfacción sentimental defendida por la nueva ética. Dichos valores han sido implantados, desde una minoría, en la práctica totalidad de la sociedad, para alcanzar el consenso y evitar el enfrentamiento, para educar una libertad, en apariencia absoluta, pero compatible con una inquietante uniformidad.

Por otra parte, sería un error considerar la situación actual como un fenómeno aislado, fruto tan solo de las elucubraciones de ciertos filósofos recientes. Esa es solo la punta del iceberg, porque todos somos hijos de nuestro tiempo y nuestro tiempo, a su vez, es hijo del pasado. Así pues, no debemos olvidar el papel fundamental que los nihilismos, con Nietzsche y Freud como máximos representantes, siguen teniendo hoy día. También han sido determinantes los dramáticos sucesos del pasado siglo (dos guerras mundiales y una grave amenaza de holocausto nuclear), que llevaron a la humanidad al borde de la destrucción y a una grave crisis en muchos ámbitos de su existencia. Pero no considero oportuno profundizar más en el proceso intelectual e histórico que nos ha conducido hasta el pensamiento actual, porque no me encuentro capacitado para ello y porque nos desviaríamos del objeto de este ensayo. Volvamos, por tanto, al momento presente, para seguir desglosando las características y matices de la sociedad de la que formamos parte.

En la propagación e implantación del pensamiento débil, el papel de la razón, como transmisora de ideas, ha sido muy limitado. No olvidemos que ese lenguaje ya ha sido sustituido por otro más difuso y más manipulable. La influencia en la opinión social ya no se basa en discursos elaborados ni en argumentaciones convincentes, sino en la creación de un encuadre sentimental adecuado, de un escenario diseñado para encauzar los sentimientos de cada individuo hacia una conclusión ética concreta. Ahora comprendemos la enorme relevancia de los medios de comunicación, de las películas y series, de la publicidad ideologizada. Son muchos engranajes de una misma maquinaria para hacer del conjunto de la sociedad un único individuo, con una única percepción del bien y del mal.

Esta descripción del panorama ético y social en la actualidad puede parecer una exageración distópica, que distorsiona y lleva al extremo cierta tendencia sentimentalista actual. Y es cierto que la nueva ética, la liberación de leyes morales a través de la implantación de un único pensamiento débil, gracias a la manipulación sentimental, no ha triunfado totalmente, no ha alcanzado el grado de uniformidad y de irracionalidad al que aspira. Sin embargo, su fracaso parcial no debe confundirse con su inexistencia, o con la aparición espontánea y no intencionada de determinadas opiniones generalizadas, basadas en posturas más sentimentales que racionales. La causa de que el lenguaje de la razón, aunque acorralado, aún sobreviva en cada corazón humano, la causa de que todavía se mantengan algunos principios básicos anteriores a la nueva ética y contrarios a ella, la causa de que aún exista la diversidad auténtica, no como fruto de una falsa libertad de marionetas, sino como consecuencia natural de la difícil pero necesaria convivencia entre razón y sentimientos en el interior de cada individuo, es que el hombre, desde sus entrañas más profundas, se resiste a traicionar su propia naturaleza, tiene una aversión inevitable a la mentira.

Al comprender, al menos en sus rasgos generales, las corrientes de pensamiento que hoy amenazan a la humanidad, nos damos cuenta de que la pasividad no es una opción posible, pues supondría abocar a la sociedad a un lento proceso degenerativo, a una gradual demencia senil que borraría del alma los últimos recuerdos de sus raíces y que permitiría el triunfo definitivo de la nueva ética. Así pues, la lucha contra todo aquello que daña al ser humano debe convertirse en un objetivo prioritario para quienes aún viven en libertad, ante la alternativa de la propia destrucción. Este combate consiste, no lo olvidemos, en restablecer la comunicación con esa parte de la sociedad que habla y escucha un lenguaje distinto, en reconstruir los puentes derribados por el fracaso de la torre de Babel contemporánea. Por tanto, dos posibles vías de acción se presentan ante nosotros.

La primera se basa en el uso del lenguaje sentimental para encauzar las conciencias individuales hacia la ética correcta, hacia la auténtica distinción entre el bien y el mal. Esta opción supone apropiarse del arma enemiga para usarla en su contra, a través de la traducción de nuestros planteamientos éticos racionales al lenguaje emocional. Cobra aquí especial relevancia la urgente reconquista de los medios audiovisuales y de comunicación, como difusores de un nuevo relato que sustituya al de las corrientes de pensamiento débil.

Por otro lado, también es posible apelar a esa parte racional que, a pesar de sus heridas, sigue escondida en el interior de cada ser humano. Es este un proceso lento y costoso, para restablecer la razón como guía de las conciencias humanas, para curar poco a poco sus heridas, sin que los sentimientos se revelen.

No creo que estas alternativas sean opuestas entre sí, ni mutuamente excluyentes. Por el contrario, considero que ambas vías de acción son perfectamente compatibles y complementarias. La primera es más efectiva a corto plazo y mucho más rápida en su proceso de reorientación de las brújulas morales, pero no es capaz de llegar a la raíz del problema, no puede acabar con la incomunicación entre dos lenguajes diferentes. Si solo nos dirigimos a los sentimientos, las armas de la nueva ética seguirán siendo eficaces para restablecer la hegemonía de sus propios planteamientos morales, porque el mundo seguirá escuchando su lenguaje. En cambio, si además emprendemos un proceso pedagógico a largo plazo, que vaya sustituyendo el lenguaje sentimental por el de la razón, la sociedad estará inmunizada ante cualquier nuevo ataque basado en el sentimentalismo.

Me reconforta descubrir que el estudio de cualquier cuestión humana, la búsqueda de la verdad, por inquietantes que parezcan sus sombras en nuestra caverna, no es fuente de pesimismo existencial, sino de una esperanza sólidamente anclada a la realidad. Creíamos estar condenados al aislamiento eterno, a la incomprensión de un mundo sin fundamentos, sin ética, sin lenguaje, al fin y al cabo, porque de la abundancia del corazón habla la boca y ninguna palabra puede construirse con la inconsistencia del aire latido. Sin embargo, al lanzarnos sin miedo hasta las raíces de la sociedad presente, esperando encontrar unos cimientos etéreos, huecos, hemos hallado algo distinto: el fango pegajoso, pero perfectamente tangible, de unos planteamientos filosóficos que, desde hace años, marcan el rumbo de la humanidad hacia el fondo de un cenagal.

Hemos comprendido que es imposible un ser humano sin lenguaje, que, por mucho que intente negarlo, toda persona necesita unos planteamientos éticos, unas directrices para conducir su existencia, para buscar su felicidad. Hemos descubierto, en definitiva, que el hombre es un raro espécimen, un ser moral por naturaleza, una hermosa falla en el orden inmenso del cosmos, a causa de su inédito don: el libre albedrío. Por tanto, la sociedad no se precipita hacia un abismo inevitable. Aún es posible tender la mano a quienes se ahogan en las arenas movedizas de la mentira, para devolverles a la seguridad del suelo firme, para mostrarles el camino que conduce a una felicidad real, para restablecer un lenguaje que permita el diálogo hacia el bien. Así, podremos saciar todos nuestra sed de libertad, bebiendo sin temor del agua cristalina de la verdad.

JAIME ALONSO DE VELASCO DOMÍNGUEZ