La muerte y el avaro

12/07/2022

Yo me iría de este lugar y perdería el oro si creyera que perdiéndolo no moriría nunca, pero todo hombre recto y animoso quiere tener riqueza en la mano hasta el último día. En cuanto a ti, Fafnir, sigue revolcándote en el dolor hasta que la muerte y el infierno te lleven.

(Saga völsunga)

Aunque el murmullo y la deficiente transmisión oral hayan perturbado la verdad sobre los hechos acaecidos en el pasado otoño, tanto Joen como yo estamos convencidos de que fuimos testigos de un hecho singular. Alguno, influido por estas malas lenguas, podrá tacharnos de fantasiosos u obstinados, pero nada más cierto que aquello que conscientemente percibimos como real y ahora damos a conocer.

Existe una antigua creencia cristiana acerca de un combate definitivo en la hora de la muerte, donde se congregan, como si de un rito sagrado se tratara, las fuerzas sobrenaturales del Bien y del Mal. Una pugna mortal que sacude los cimientos del alma y pone a prueba toda una vida para la salvación o la condenación eterna o, si se prefiere en una terminología bíblica, un Apocalipsis o "desvelamiento", pero a pequeña escala. Lo cierto es que a causa de nuestra Fe guardamos la creencia en este juicio particular, aún sin haber llegado a conocer ninguna manifestación externa de este a día de hoy. Poco se sabe del estado espiritual del sometido al tormento y en el hombre existe un rechazo - quizás un eco de una antigua sabiduría - a indagar, a someter al atormentado a autopsia. Tan sólo advertir que la finalidad de mi testimonio no es sino un alegato de la integridad moral de los testigos y un ardiente - aún oscuro - deseo de defender una verdad que, con todo, sería preferible que jamás se hubiera presentado ante nuestros ojos. La narración comienza así:

A finales del verano del año 1493 de Nuestro Señor, recibimos la noticia de que Karl, nuestro viejo amigo de la universidad, había caído gravemente enfermo a la vuelta de uno de sus viajes. La noticia no sorprendió a ninguno del círculo de amigos porque conocíamos la fragilidad de su salud física y sus recurrentes padecimientos a lo largo de su vida. Sin embargo, esta vez fue distinto. Cada uno recibimos una carta personal escrita con su habitual gramática, honda y todavía ligera, propia del Ducado de Brabante. La letra misma parecía bien compuesta y no había en ella ninguna sospecha que pudiera resultar inquietante a primera vista. El contenido de la misiva se reducía a dar explicaciones de sus últimas travesías por el Mar del Norte y el Mar de Irlanda, pequeñas hazañas de un comerciante y otros detalles que daban prueba de un estado vital envidiable. En el reverso, disimulando un deseo de disfrazar la realidad, se encontraba un elocuente párrafo que detallaba una enfermedad a la que no daba importancia, pero que era la causa por la que deseaba vernos con tanta urgencia. Por último, una temblorosa caligrafía de su firma daba por ultimada la correspondencia.

La noticia fue recibida de la misma manera por Joen y Jan. Los tres tomamos la decisión de partir a la semana siguiente, siempre que el temporal nos favoreciera. A diferencia de otras visitas a la residencia de Karl, esta vez existía un halo de escepticismo y pesimismo. Normalmente, acostumbrábamos a vernos sólo por fin de año. Allí, en su espléndida morada, hacía un exagerado despliegue de su riqueza e invitaba a políticos y eclesiásticos insignes de la ciudad, hombres extranjeros de poderío y a nosotros, sus viejos amigos de la universidad. Esas noches eran verdaderos festines como nunca he visto. Karl, por su parte, se limitaba a disfrutar con los comensales durante toda la velada hasta la llegada del alba. Pese a cuanto de bueno pudiera resultar a los ojos, su fiesta y su felicidad exacerbada escondían a un personaje no muy equilibrado. Al fin y al cabo, nunca le habíamos visto sufrir y tampoco contentarse con los regalos sencillos de la vida. Por ello, la simple idea de que pudiera encontrarse sólo ante un sufrimiento, por leve que fuera, debía de estremecer lo más profundo de su ser. Pero para poder entender esta atmósfera que inundaba nuestros pensamientos sin necesidad de que fueran compartidos, deberíamos dar a conocer un poco mejor la personalidad de nuestro amigo.

Karl Kaemingh, hijo de una acomodada familia de comerciantes marítimos, podría ser definido como un ser indefenso revestido con la coraza del poder, el placer y la fama junto a su noble juramento: la lealtad al dinero. No por ello pretendo que se le vea como un hombre de grandes vicios sino, más bien, de pequeñas virtudes. Toda su vida había estado marcada por esta fortuna familiar que él había multiplicado con el devenir de los años. Mientras esta crecía, entró en escena una nueva versión de sí mismo: empezó a cambiar sus costumbres y conductas por las de otros pueblos y surgió su pasión por lo extravagante y lo exótico, entre otras manías y obsesiones... Pero lo peor de todo fue su soledad. Jamás asentó en tierra su corazón ni su cabeza. Era como un náufrago propietario de una decena de barcos. Conforme se acercaba a su edad adulta, se endureció en sus malos hábitos y le fue imposible cambiar mucho de lo que se había desprendido; pero, a decir verdad, en esos momentos, cuando la realidad le devolvía un golpe de gracia, como podía ser al despertar de sus excesos, solía acurrucarse y suplicar como un bebé que añora hambriento el pecho de la madre. Amigos sin lealtad y mujeres que no le amaban. Todos parecían estar imbuidos en un mundo de apariencias grotescas, donde se tendían trampas unos a otros mutuamente con tal de llevarse la mejor parte. Jugaban a tomar la mejor parte del carro de heno. Esta interpretación satírica del mundo tenía verdaderos actores y, por supuesto, un gran público que aclamaba esperando alguna novedosa frivolidad.

Con mayor o menor acierto nuestro amigo debía de encontrarse en este mismo estado vital; de ahí la preocupación que la carta disimulaba entre historietas y expresiones de dudosa veracidad. Ahora que la espiritualidad de Karl ha sido descrita con el detalle suficiente como para entender qué hombre era, es preciso que siga narrando los hechos relativos a la travesía y llegada a sus aposentos.

Como iba diciendo, pasada una semana de su correspondencia misiva, nos dispusimos a partir en la primera madrugada. El apacible clima de mediados de septiembre, la llanura de la estepa de Flandes y los pronunciados y anchos caminos hicieron del trayecto casi un descanso. A esto se le sumaban las apacibles conversaciones con mis compañeros acerca de cuantas vivencias habíamos compartido, anécdotas del presente y esperanzas del futuro. Todo ello favoreció que olvidásemos las preocupaciones que movían nuestros pasos al encuentro de Karl, pues no en vano procurábamos distraernos de los pesares y miedos que, con un intento vago pero persistente, intentaban hostigar nuestra paz. Karl y sus problemas se habían alejado tanto de nuestros coloquios que el reencuentro se hizo sorpresa y la sorpresa terminó con una impredecible colisión.

A la caída de las primeras hojas de abedul, tras una travesía de tres soles y dos lunas, llegamos a apreciar en la distancia una de las torres de la casa. Su apariencia inestable y esbelta se acentuaba a la luz de una ensombrecida luna que se plasmaba en sus múltiples recovecos y ornamentos florales de piedra maciza. El aspecto general no era propio, ni mucho menos, de una torre abandonada, sino un reflejo material de su dueño, como si su ser permaneciera inmortalizado en una piedra que él mismo hubiera formado en el profundo torno de su alma. Alfarero de grandes fortunas, así mismo se descubría su obra conforme acortamos la distancia. La casa que un día fue el palacio del carnaval hoy retiene algo de su misterio y falsedad. Su máscara de vivos colores se deshizo la misma noche en que nos presentamos ante la entrada principal, puesto que nunca tuvimos una impresión tan lúgubre como aquella. Con una forma cuadrangular y flanqueada por cuatro torres como la descrita, se levantaba sobre una ligera colina la llamada "Hacienda Kaemingh", de reciente fundación. Sus tres pisos de altura, patio interior y jardines circundantes eran sólo cuanto un hombre podía percibir a simple vista de las riquezas que desbordaban a su único morador. El estilo dominante era el de una sobrecargada temática italianizante que combinaba ingeniosos elementos arquitectónicos con esculturas de medido porte. La pulcritud de sus sillares, los vívidos dinteles que narraban hazañas mitológicas y la grandeza misma del monumento formaban una parte de su colorido patrimonio.

Una vez superado el acceso exterior, atravesamos con paso cauteloso el principal sendero adoquinado. La variedad de arbustos, setos y árboles habían permanecido inalterados todos estos años, conservados con el fino corte que recibían frecuentemente a manos de sus jardineros. Tal era la calidad del estado de los jardines, que ni siquiera el polvo tenía la dignidad de acampar a sus anchas entre las fisuras que unían las fuentes con sus soterrados cimientos. Tras avanzar hasta el imponente escudo de armas familiar que ocupaba un lugar central en la fachada, nos resguardamos en el pórtico a la luz de una lámpara de trémula luz. Manteniendo virgen el silencio con el que iniciamos nuestro paso desde las inmediaciones del jardín, Jan se fijó el primero en la aldaba de bronce envejecido con forma de sapo burlón que remataba el portón principal y, con un ademán decidido, irrumpió con tres golpes secos la quietud de la noche. Tras unos breves momentos, se escucharon unos pasos apresurados y un rápido crujir de la cerradura. Los expectantes ojos de la ama de llaves se asomaron y, con cortas y torpes palabras, nos apremió a entrar. Al parecer nos había reconocido de otras ocasiones, pero la urgencia de nuestra llegada por anuncio del mismo Karl le movió a no hacer muchas preguntas.

Dentro del recibidor, la mala iluminación y la profundidad de la noche confundieron nuestros sentidos: las proporciones interiores habían tomado un aspecto distinto a cómo la recordábamos, sus pequeñas bóvedas y altas columnas cambiaron su lujosa apariencia por la de una inquietante cripta, y los tapices y frescos que tan alegremente habían iluminado la estancia con escenas bucólicas y leyendas míticas se habían tornado en un siniestro catafalco prematuro. Al cambio de apariencias se le sumaba un cierto desorden. De costumbre, la morada solía aparejar bienes exóticos de toda forma y tamaño. Podría tratarse tanto de una cerámica africana como especias de Venecia o aceros toledanos; todos contribuían a exponer su distinción social a lo largo y ancho de la casa. No obstante, el vestíbulo era la estancia que gozaba de un predominio de dicha cualidad y, por ello, aquí se encontraban las obras de mayor valor; de ahí que la mirada que podíamos dirigir era más atenta. Sus mismas obras yacían en mayor cantidad y extravagancia, dificultando el acceso a la parte superior de la casa y denotando, por esta vez, un desequilibrio mental pulcro y preciso. Todos dirigimos una mirada incrédula a las baratijas que esta atesoraba, lo que me llevó a reflexionar de nuevo sobre el desgraciado momento de la miserable vida de Karl que le llevó hundirse en sí mismo al punto de confundir su vida con sus bienes y la muerte con la ausencia de estos.

La estupefacción cedió a la necesidad de dar con su paradero final. Joen tomó la iniciativa de atravesar el vestíbulo hacia la gran escalera bifurcada, no sin tropezar con alguno de los inútiles cacharros que inundaban la estancia. Desde allí trazamos un plan para buscarle. Tanto la desaparición del ama de llaves, como de todos los criados, nos llevó a la propuesta más sensata: dos avanzarían por la izquierda, puesto que esa sección de la casa contenía la mayor parte de las zonas comunes y dormitorios, mientras otro debía tomar el camino de la derecha, que desembocaba hacia estancias donde Karl solía pasar la mayor parte de su tiempo, como la biblioteca u otras galerías de descanso. Ante la falta de acuerdo por quiénes irían juntos y quién sólo, repartimos a suertes nuestros destinos.

Jan partió sólo en contra de su voluntad por la abandonada escalera. Ante él, la oscuridad del pasillo se extendía. Haciendo uso de un candelabro proyectó una luz que irrumpió con sombras desordenadas y, sin pensarlo, se adentró en la penumbra. Su paso fue lento. A medida que se alejaba, la noche envolvía su rastro y el silencio el compás de sus pasos.

Sin más dilación, nos adentramos en sentido opuesto de la misma manera. Esta vez, sería yo quien tomase la iniciativa de dirigir la expedición, si así se la podía llamar. Cruzada la primera parte del pasillo de la casa, percibieron nuestros oídos el repetitivo impacto de un gemido metálico, seguido de un golpe seco de maderas. Sin duda, procedía del salón principal. Sin necesidad de preguntarnos sobre la conveniencia de seguir tras el ruido, nos temimos que Karl pudiera haber sufrido algún accidente u otro tipo de desgracia. Sin embargo, tras apresurar nuestros pasos hacia la entrada del salón, nos encontramos con una estancia vacía y sumida en la más absoluta oscuridad, salvo por una ventana que se batía con fuerza contra el marco y dejaba correr un intermitente hilo plateado de luz. Aliviado por la idea de que una corriente de viento había sido el causante de tan desagradables fantasías que anidaban en mi imaginación, mi pecho respiró tranquilo y mi corazón se sintió aliviado por momentos. Tuve la iniciativa de adentrarme para poner fin a la inquietante sinfonía, cuando percibí que la luz se reflejaba innumerables veces por medio de los espejos que inundaban el salón; y, ante mí sorpresa, había una máscara de carnaval tirada por el suelo. Comprendí en aquel momento que, en un descuido de los criados, habían abandonado este objeto en algún traslado o algo parecido, porque recuerdo que estos disfraces los solían guardar en alguna de las estancias contiguas. La máscara carecía de verdadera importancia en un primer momento. En cuanto la tomé, me llamó la atención que era de rostro entero, ya que acostumbrábamos a llevar y ver sólo máscaras que cubrían los ojos. Su color era oscuro, aunque no logro recordar si azul o negro, y unos pequeños cascabeles plateados le colgaban de la barbilla. Aparté la máscara de mi camino y cerré la ventana, asegurándome de que así permaneciera por el resto de la noche.

De regreso al pasillo, Joen comentó la curiosidad de la máscara, pero sin intención de generar una discusión sobre el asunto puesto que la noche avanzaba y el tiempo no sería benévolo con nosotros. Hasta ahora las cosas no habían salido como nadie esperaba. El recibimiento lúgubre empezó a generar ciertos sentimientos de pesimismo y nostalgia, que fueron haciendo eco en nuestras almas. Reanudada la búsqueda, encontramos el resto de las salas cerradas contiguas al pasillo occidental. Esto apresuró nuestro paso hasta el final del mismo, hacia un giro de noventa grados en pos de la galería norte. Esta nueva sección estaba dotada de catorce grandes vidrieras que se extendían a lo largo, dejando entrever el patio interior. Las vidrieras eran conocidas por su alegre color a la llegada del sol en primavera y, conforme el año avanzaba, parecía que los vitrales modularan su color al de las estaciones como las hojas caducas. Ahora la imagen del pasado había quedado sepultada bajo la densa oscuridad, que uniformaba el tono negro y lo repetía sistemáticamente con una fría precisión hasta catorce veces, si no fuera por una cálida luz que se desprendía de la primera sala, al comienzo.

Esta vez decidimos acercarnos juntos y en absoluto silencio, con tal de no turbar la paz de Karl, siempre que allí se encontrara. A escasas pulgadas de la puerta me aseguré de guardar nuestro sigilo y traspasé con la mirada el ojo de la cerradura. Ante mí, había una pequeña habitación. Esta podría ser definida como un salón de lectura más acogedor e íntimo, donde probablemente acababa de estar Karl. Esto lo deduje porque allí había una pequeña chimenea que aún mecía jóvenes brasas. Su color anaranjado y vivo distrajo mi mirada unos instantes. También me percaté de que las paredes estaban todas recubiertas de maderas nobles y, en el centro de la habitación, unos elegantes enseres custodiaban lo que parecían un montón de vendas usadas. Me volví para hacer una señal a Joen de que el sitio estaba despejado, queriendo entrar para observar más detenidamente los vendajes.

El chirrido leve de la puerta cedió al instante y pude acercarme para cumplir mi cometido. Como dije, en la distancia parecía tratarse de meros vendajes usados y en verdad no me equivoqué en mi juicio, tan sólo que dichas telas escondían sangre seca y húmeda de forma dispersa en unidades inapreciables a la vista. Parece ser que Karl debió de toser sangre o algo por el estilo, ya que no era la primera vez que veía dicha silueta. Preocupado por el progresivo deterioro de las circunstancias, todo apuntaba a que nuestro amigo se encontraba en un estado crítico. Queriendo mantener la situación bajo control, decidí no comentar nada al respecto. Tan sólo abandoné la sala y apremié con palabras nerviosas a Joen.

Olvidé por instantes el peso de la noche y aceleré el paso a través de la galería. Joen, no sé si por imitación o por temor de mi sobresalto, me acompañó de cerca. Al fin, la única estancia que permanecía abierta, además de la descrita, era la que se hallaba al final de la galería. Dos puertas blancas y altas, abiertas de par en par nos invitaron a entrar sin necesidad de hacer preguntas. A su vez, unas largas telas translúcidas de seda ondeaban suavemente. A la luz de la luna, un misterioso silencio revelaba la presencia viva de Karl. Sin necesidad de grandes festejos ni orquestas, la bienvenida a sus dominios fue anunciada solemnemente por la soledad de la aflicción. Ante nosotros, se nos presentó una escena desoladora:

Toda la luz que alumbraba su alcoba procedía de la hierática efigie lunar, que desveló la silueta de un hombre deshecho sobre su lecho. Sus ojos permanecían cerrados e incrustados en un rostro que había conocido años mejores. La piel hundía una expresión hastiada por el sufrimiento, como la de aquellos hombres que sólo parecen descansar cuando están dormidos; las canas anidaban a sus anchas en el poco vello que permanecía electrificado, mientras que sus manos se extendían débilmente sobre su pecho. Su aspecto general era decrépito, pero peor era escuchar la inquieta y frágil respiración que le mantenía con vida.

Joen y yo estábamos convencidos de que, por urgente que fuera la situación, el cuerpo y la mente de nuestro amigo debía guardar reposo aquella la noche. Es por ello que decidimos salir en busca de nuestras habitaciones. Así estuvimos a punto de volver a la galería, cuando una pregunta inesperada cambió nuestros planes.

- Madre, ¿eres tú? - sollozó Karl -. ¿Madre?

La inquietante circunstancia de saber si Karl se hallaba en trance o verdaderamente estaba despierto y sentía miedo llevó a Joen a contestar de vuelta:

- Karl, no temas. Soy yo, Joen. Estamos aquí tus viejos amigos.

Un pausado silencio siguió a la respuesta. En tanto, yo dirigí una mirada nerviosa hacia el fondo de la habitación, donde nuestro anfitrión se encontraba.

- ¿Quién anda ahí? - quiso saber Karl -. ¿Es que has venido a llevártelo todo sin más?

Acercándose con cautela a su cama, Joen dijo con voz clara:

- Karl, ¡Karl!, ¿es que ya no reconoces ni a un viejo amigo? Soy yo, tu Jheronimus Bosch.

Al terminar sus palabras, los ojos de Joen entraron contacto con Karl. Desde detrás, reconocí en la mirada del yacente un brillo que antaño fue enérgico y vividor. Sus labios se destensaron cuando se percató de la situación, y su expresión encontró algo de alivio. Estuvo a punto de contestar, pero una terrible tos que terminó por asperger motas de sangre sobre su mano le retuvo unos instantes hasta que se hubo limpiado y recompuesto.

- Pero, ¿qué? ¿Desde cuándo te encuentras así? - insistió Joen -. Debe existir una cura o una explicación para esto.

- No. Ya basta - le interrumpió Karl -. Hace siete años que empezó mi caída y con ella la ruina de mi casa. La cura no existe y, aunque así lo fuera, presiento que no tengo fuerzas para buscarla. Al fin, por lo menos no estoy solo ahora.

Me dirigió una mirada de complacencia, aunque a causa de su grave enfermedad no quería que perdiera el tiempo en esfuerzos inútiles de presentación. Pues, como él decía, al fin no estaba solo en lo que podía ser su momento final.

La calma regresó para difuminarse rápido ante los eventos que se desencadenaron a partir de este momento. Todo apuntaba a que la noche la pasaríamos en vela, cuidando en la medida de nuestras posibilidades de la salud y el reposo de Karl. Sin embargo, desde aquella noche, nada hasta entonces ha despertado en mí un delirio semejante.

La conversación con Karl no había hecho más que comenzar, aunque tampoco esperábamos demorarnos mucho. No obstante, hubo un cambio súbito en su actitud que le llevó al silencio y al retorno de su maltrecha respiración; algo que parecía extraño, porque hasta ahora no habíamos intercambiado demasiadas palabras. Como si se hubiera olvidado de nosotros o hubiese sido víctima de un arrebato de su alma su expresión, y con ella todo su cuerpo, volvió al mismo estado en el que se encontraba antes de que cruzáramos el umbral. Yo, por mi parte, deseaba conocer más en profundidad su estado real y olvidarme del efectismo horrendo que suponía ver motas de sangre en algunas partes de las sábanas. Puede que así, de alguna forma, pudiera tranquilizar mi conciencia al conocer qué estaba y qué no estaba en mi mano.

Supusimos que ya no había más que hacer, por lo menos hasta la mañana siguiente. Nuestro ánimo se había enfriado y la sucesión de los hechos a tan altas horas de la noche nos llenó de pesimismo y confusión. Al final habíamos logrado llegar, pero nuestros intentos por buscar una solución al problema habían sido en balde. Ahora nos quedaba permanecer con Karl.

Todo esto meditaba hasta que tres toques metálicos irrumpieron en mis oídos. Se trataba del reloj de pared, situado en frente de la cama de Karl, que señalaba las tres de la madrugada. Tras el aviso elocuente del tiempo, que no se detiene por todo el oro del mundo, decidimos volver sobre nuestros pasos para volver a la galería. Tal era nuestra intención, cuando un fuerte vendaval procedente del interior de la casa cerró de golpe las puertas con un violento estruendo. No tuvimos tiempo para reaccionar ante ello, pues al silencio le cedió un descenso gradual de la temperatura, que hasta entonces había mantenido la casa en condiciones habitables. De nuestra nariz y boca emanaron torrentes de vaho al mismo tiempo que se helaron nuestros cuerpos, que ahora bailaban al ritmo macabro del sufrimiento. Además, no éramos sólo Joen y yo: el maltrecho cuerpo de Karl aguardaba rígido y gélido, disfrazado de casi toda su mortalidad. El miedo ya no era la sombra que ocultaba la amenaza, sino la materialización de un peligro inminente. Los cambios violentos e irracionales generaron pesares irreconciliables con la mejor de las realidades posibles. El destino aciago ensanchaba su figura en una escena que no parecía tener fin, pues así era: el reloj se había detenido al tercer toque de la reciente hora.

Al fin, logré luchar contra las fantasías que acobardaron mi voluntad para reconocer en los hechos el origen del mal que allí mismo nos había hecho presa a los tres. Recuerdo simplemente juntar mis temblorosas manos y caer de rodillas junto a la cabecera. Ahí exterioricé mi súplica en la lengua santa. Joen se inclinó del mismo modo para ofrecer su parte por los males que asediaban nuestro ser.

La muerte de un avaro, de Jheronimus Bosch (El Bosco)
La muerte de un avaro, de Jheronimus Bosch (El Bosco)

La calma volvió y con ello el frío se retuvo, por lo menos a un nivel soportable. El devenir de este hecho me mantuvo en expectación y retuvo mis oraciones. Mi vista se dirigía a mis manos y al suelo, mas mis oídos llenaban todo el espacio habitado. Es por ello por lo que percibí un leve sonido, como de cascabeles que se agitaban en aire. Al principio lo sentí lejano, pero al poco me llevó a taparme los oídos con ansiedad. ¿Sería posible que alguien estuviera jugando con los cascabeles de la máscara? No quise mirar y creo que Joen tampoco lo hizo. Finalmente, su susurro se desvaneció. Pretendí levantar la frente, si no fuera por un nuevo ruido que atrajo mi desconcertada atención. Esta vez se dejaba escuchar lo que parecía un tintineo de monedas que resbalaban y golpeaban contra el suelo, o al menos así es como sonaba. De nuevo, el ruido se diversificó: primero eran una o dos monedas, pero luego se aceleró progresivamente hasta alcanzar el insufrible ruido de una cascada que se volcaba sobre nosotros. Como no era de extrañar, la avalancha no era real, pero su estrépito hizo inaudible un intercambio de palabras con Joen. En el momento en el que no creía que podría continuar, el tronar cedió.

Aturdido y desconcertado por cada hecho que se sumaba, no era capaz de juntar tres palabras con sentido. Mi mente luchaba por evadirse de tal manera que aún me cuesta recordar cómo fui capaz de salir cuerdo y poder recordar esta historia. Me imaginé que no sería capaz de aguantar la embestida brutal del Enemigo, a menos que me encontrara protegido Dios sabe cómo.

Alcanzados, pero no derrotados, nos mantuvimos en la tempestad de las asechanzas. Permanecimos inmóviles ante el nuevo espacio de aparente tranquilidad. Aún creímos ingenuamente que parte de los hechos habían sido producto de nuestra imaginación. Por ello, me arrastré hasta donde estaba Joen para hacerle señales de nuestra posible huida. En un primer momento se horrorizó de verme, pues temía si yo no fuera del todo real. Sin embargo, accedió a mi petición con palabras balbucientes.

Estando ya de cuclillas, pudimos rehacernos para mirar a nuestro alrededor. No obstante, más nos valdría no haber levantado la mirada, pues un escenario infernal se abrió frente a nosotros: sombras negras con formas de quimeras humanizadas del tamaño de un niño danzaban de la mano en forma de círculo proyectándose en las paredes de la habitación. Las siluetas diabólicas se adaptaban a los contornos de los objetos que tocaban, como si tomaran la textura de cada uno de ellos, emitiendo una negra luz intrínseca. Nos miraban insidiosamente y vocalizaban palabras que no llegaban a nuestros oídos. Una de estas criaturas tenía cabeza de rata y gesticulaba una palabra constantemente con expresión feroz. La palabra era Muspilli, cuyo significado ignoro. Sin lugar a dudas la recuerdo bien, pese a no haber llegado a pronunciarla a día de hoy.

Estremecidos de pánico al contemplar la maldad del infierno, me pegué a Joen con el deseo de hacer más leve la dureza del instante. No sé cuánto tiempo me hallé en tales condiciones. Mi juicio se escondió temeroso al no tener respuestas para lo que acontecía. De nuevo retorné a mi plegaria, pero esta vez guiada por el rosario que guardaba en mi bolsillo. Procuré alzar la voz para que Joen alcanzara a escucharme y así darle algo de esperanza. Al fin, los dos comenzamos a rezarlo. Agazapados y con los ojos cerrados, no desmentiré que lágrimas de angustia y algo de saliva salpicaron mis manos.

Tras unos minutos, pues así me pareció, volvió la oscuridad de la noche eterna a llenar la estancia. Ya no había sombras ni ruidos. Tan sólo el frío persistía y aparentemente vino de nuevo la calma. Y ahí estábamos encogidos Joen y yo, salvo por un movimiento final del carnaval maldito que nos acompañaría: las puertas volvieron a abrirse hacia fuera y notamos la llegada de una nueva presencia. Sin embargo, pese a tener conocimiento, no sentimos que tuviera poder sobre nosotros. Aunque sólo fuera por Joen y por mí...

Un cuerpo sólido comenzó a vibrar en la alcoba de Karl. Como nos encontrábamos cerca, Joen pudo darse cuenta de que era Karl mismo quien se encontraba agitado como un mar en la tempestad. Sin pensarlo, creímos ambos que lo mejor era seguir orando, puesto que esta enfermedad por la que Karl luchaba no era del cuerpo, sino de alma. Así, el peso de las tinieblas tembló y una luz diminuta, pero intensa como nunca otra se había visto, trazó el ventanal y llegó al cuerpo de Karl. Reconozco que ignoro en qué parte de su cuerpo alcanzó al desdichado, pero sí recuerdo con claridad cómo a partir de ese momento la maldad que nos acechaba desapareció y con ella la presencia temible de la muerte; y lo más importante: teníamos la certeza de que Karl había alcanzado la victoria en su prueba final.

Cuando la paz regresó a nuestros corazones, nos abrazamos jubilosos por el triunfo de nuestro Señor y de haber logrado nuestra misión. Por otro lado, Jan apareció poco después y sólo habían pasado nueve minutos desde que el reloj diera las tres de la madrugada. Muchos otros detalles que no se pueden narrar acontecieron aquella noche. Después de todo, habíamos vivido una parte de lo que debe ser la prueba final de todo hombre. Sé que algunos pensarán que esta historia está escrita por alguien que perdió la cordura, pero tanto mi testimonio como el de Joen dan fe de la verdad de los hechos. Por mi parte, con este escrito y por la suya, con un cuadro alegórico que pintó recientemente y lleva por nombre el mismo título que esta obra. Después de todo, recuerde usted siempre que la muerte no es lo que parece.

RAFAEL GONZÁLEZ DE CANALES DÍAZ