La mística de la razón
"Misterioso es para mí este saber; demasiado elevado, no puedo alcanzarlo" (Sal 139, 6).
Palabras del salmista David, que no apelan solo a los creyentes, sino a todo corazón humano. No es patrimonio exclusivo de agnósticos y ateos la conciencia de su limitación cuando se enfrentan a lo totalmente Otro, pues tampoco la fe cristiana cae en la ingenuidad de pensar que el ser humano puede, por sus propios medios, conquistar las cumbres de lo divino. Sí que hay, sin embargo, un elemento radicalmente distinto en la visión propia de la fe, sin que esto implique la desaparición del misterio; al contrario, es a través del contraste con la oscuridad en la que se ve sumido el ser humano donde el resplandor de la fe manifiesta toda su fuerza, como en un claroscuro barroco.
Así lo expresa el mismo David: "Porque en Ti está la fuente de la vida, en tu luz vemos la luz". (Sal 35,10). No es casualidad que en este salmo se presente a sí mismo como "siervo del Señor", pues solo quien tiene a Dios como Señor, como Alguien con quien cabe establecer una relación, puede ver con esa luz nueva. En efecto, no es posible la ampliación del horizonte cognitivo operada por la fe si no es como una participación en esa Vida que solo puede comprenderse desde dentro, siendo vivida, haciéndose connatural con ella. No cabe, por tanto, concebir la fe como una cuestión privada, sin relevancia en la esfera del conocimiento objetivo, sino que supone una transformación radical del panorama gnoseológico humano.
Es esta, sin embargo, una crítica habitual a la fe como forma de conocimiento: se afirma que, a diferencia del discurso racional, expresable universalmente por medio de silogismos, o de la ciencia empírica, verificable a través de la experimentación, se trata de una pretensión cognitiva que no puede ser comprobada. ¿Cómo puede demostrarse, en efecto, que una determinada experiencia religiosa supuso un encuentro genuino con la trascendencia y no fue, más bien, fruto de la sugestión? Es innegable, en efecto, que la fe no puede reducirse a demostraciones racionales o empíricas; de lo contrario, ya no se trataría de creer, sino de comprender o comprobar. ¿Pero significa esto que debe ser tachada de fantasía sin fundamento?

Esta pregunta nos lleva al comienzo de nuestras reflexiones: solo podemos pretender razonablemente el acceso a una luz inaccesible para nuestra razón natural si es esa misma luz la que sale a nuestro encuentro para iluminarnos; pero semejante iluminación nunca podrá enjuiciarse desde fuera, desde la penumbra solitaria de nuestras capacidades naturales. El encuentro de la fe, por tanto, solo puede tener lugar en la intimidad de cada persona y es radicalmente incomunicable. El sentido último de toda apologética, entonces, no se cifrará en demostraciones o argumentos abstractos, sino que puede resumirse en la respuesta de Felipe a Natanael, cuando este le preguntó, en referencia a Jesucristo, si de Nazaret podía salir algo bueno: «Ven y verás» (Jn 1, 46). A veces, no cabe mayor elocuencia que la brevedad. Las palabras de Felipe son una pura remisión al encuentro personal con Cristo. El discípulo calla cuanto antes para dejar que hable el Maestro.
Sin embargo, si la discusión acerca de la verdad de la fe es insoluble en el plano puramente racional, ¿no deberíamos ceñirnos a aquellos conocimientos que sí poseen certeza extrasubjetiva? La pregunta apunta al dilema de la fe tal y como debe ser afrontado por cada persona: no se trata de una conclusión silogística, sino de una decisión, de un acto de confianza.
Ahora bien, sería simplista concluir que, a diferencia de la fe, el conocimiento racional está exento de un componente subjetivo e incomunicable. Al comienzo de su Tractatus, Ludwig Wittgenstein afirma que "[q]uizás este libro sólo puedan comprenderlo aquellos que por sí mismos hayan pensado los mismos o parecidos pensamientos a los que aquí se expresan" [1]. Pero esta afirmación es aplicable a todo el panorama cognitivo, ya que el conocimiento racional no puede ser, estrictamente hablando, demostrado. Una demostración busca dar a la conclusión la necesidad que las premisas poseen en sí mismas; pero esto implica que la certeza de un conocimiento no puede fundarse en un lugar externo al acto racional de intelección. No se puede mostrar al ignorante la verdad de lo conocido, si no es haciendo que él mismo llegue a conocerlo. Esto se ve con especial claridad en el ámbito de los primeros principios, porque no cabe recurrir a una premisa previa para probar su validez; se trata de intuiciones evidentes cuya necesidad debe ser captada personalmente: o se ve o no se ve. Por eso decía san Agustín que nadie puede enseñar nada a otra persona [2]; en última instancia, depende de cada ser humano el llevar a cabo ese acto personal, insustituible, de intelección.
Así pues, si no vemos en la subjetividad de la aprehensión racional un obstáculo para su validez objetiva, tampoco parece haber razones concluyentes para cerrarse al don inefable de la fe. Porque también en la razón hay algo de místico, de encuentro personal con una verdad que nos trasciende. Y toda argumentación racional puede también resumirse en las palabras de Felipe: ven y verás…
*CITAS
[1] L. WITTGENSTEIN, Tractatus logico-philosophicus, Edición Electrónica de la plataforma web www.philosophia.cl/, Escuela de Filosofía Universidad ARCIS, p. 12.
[2] Cfr. AGUSTÍN DE HIPONA, De magistro.