Kleiber o el rey que no quiso reinar

03/27/2023

Carlos Kleiber tuvo algo de malditismo deliberado, de mesías ermitaño, de leyenda que pasa de puntillas porque, si no, no pasaría. Quizá fue la forja de aquella personalidad tan rabiosamente única lo que le granjeó el título - según los entendidos - del mejor director de orquesta de todos los tiempos. Sin embargo, en los envites característicos de profesiones tan carismáticas como ésta, Kleiber repudió toda etiqueta. No ya sólo por su profundo y genuino talento para dirigir orquestas, sino por su condición de irreprochable artista.

Carlos - Karl, originariamente en alemán - nace en 1930 en Berlín. Es hijo nada más y nada menos que de Erich Kleiber, uno de los más reputados directores de orquesta del panorama de la época. Debido a las constantes confrontaciones de su padre con el régimen nazi en cuanto a la censura para estrenar determinadas obras, la familia Kleiber se exilia a Buenos Aires, donde Carlos adopta ya su nombre castellanizado. Comienza a dar sus primeros pasos por los entornos musicales de la capital argentina, donde su padre se convierte en toda una eminencia. Este se niega en rotundo a una potencial carrera musical de su hijo - "¡Con un Kleiber basta!" -, aduciendo a la intensidad inhumana que naturalmente comportaba dicho oficio. Kleiber se marcha a Suiza para estudiar química, quizá para contentar en cierta medida a su padre, pero con el designio de seguir los pasos de su verdadera vocación. Sin embargo, la profunda huella que dejó su padre sobre él permanecerá indeleble durante toda su vida. Kleiber circunscribirá la totalidad de su repertorio - tan inmaculado como exiguo - a obras con las que su padre hubiera cobrado una excelencia sobresaliente, actitud que exacerbó más si cabe sus ansias de pulcritud en cada compás de cada partitura que pasaba por sus manos. Pese a que siempre afirmó que nunca llegaría al nivel de Erich Kleiber, lo cierto es que fue su radical exclusividad en la selección de sus representaciones lo que lo llevó a producir las mejores versiones que se recuerdan de todas ellas.

Potsdam, Zurich o Dusseldorf son los tempranos escaparates de un Kleiber que poco a poco va atreviéndose a tutear a las grandes salas de conciertos de Europa. Su grabación de la ópera El cazador furtivo con la Stastskapelle de Dresde en el año 73 sienta cátedra de la finura y elegancia de su estilo, mientras que su Tristán e Isolda lo catapulta al olimpo de la interpretación wagneriana. De aquellos años datan también sus grabaciones de la quinta y séptima sinfonía de Beethoven, catalogadas con un amplio quórum como las mejores versiones que se han producido. Asentado ya en el panorama musical, Kleiber no tarda en marcar posiciones. El maestro berlinés comienza a desdeñar de la prensa, ignora las propuestas para reportajes y entrevistas e impone un riguroso cierre de puertas durante sus ensayos. Es acérrimo aliado de la pureza formal con sus músicos y no quiere que ninguna influencia externa se interponga en conseguirla. Todas estas decisiones no fueron, como sería lícito pensar, delirios saturados de elitismo que solo él en su incomprensible fuero interno reclamaba. Todo lo contrario; se ha llegado a afirmar que un ensayo con Kleiber valía tanto como toda una carrera en el conservatorio. Los documentos audiovisuales que permanecen en Internet son buena muestra de ello: cada instrucción a la orquesta, cada observación, cada matiz por ínfimo que fuese la dotaba de una vitalidad que pocos directores han logrado imprimir. Así lo sentenciaba el violinista español Ángel Jesús García: "Kleiber era un soñador con el cual uno, tocando música, podía soñar".

No obstante, en un mundo tan sazonado de ambición como lo fue el de la música clásica de aquellos años, la personalidad de Kleiber no tardará en colisionar con otros astros del gremio. Una de las más sonadas polémicas tuvo lugar en la siempre exigente Scala de Milán, en una interpretación del Otelo de Verdi. Kleiber no está satisfecho con las prestaciones de Renato Bruson - egregio barítono de la época, intérprete de Yago en aquella versión operística del drama shakesperiano -, por lo que termina prescindiendo de él y decantándose en su lugar por Piero Cappuccilli. Bruson, como no podría ser de otra manera, no se toma a la ligera la decisión y sale enfurecido hacia el camerino del director. Al no obtener respuesta tras aporrear varias veces la puerta, el obstinado barítono opta por echarla abajo. Allí estaba Kleiber, con la luz apagada - como le gustaba estar a menudo -, vindicando con la partitura. Al ver la avalancha de ira que se le viene encima, el director sale por patas huyendo de Bruson, dando vueltas por los alrededores de la mesa del camerino. El dantesco espectáculo sigue hasta que Bruson lo alcanza y le suelta un gancho directo a la cara. Kleiber - alardeando de unas insospechadas habilidades pugilísticas - esquiva el puñetazo, que va a parar directo al mentón de un pobre Plácido Domingo, quien había llegado momentos después a la sala para mediar entre los dos. Al final, Bruson es trasladado a un hospital debido a una crisis nerviosa, a Domingo no le cuesta demasiado recomponerse y Carlos Kleiber sale airoso del primer atentado contra su idiosincrasia.

No haría este acontecimiento sino hermetizar aún más al maestro. Se vuelve más esquivo y distante que nunca, rechaza ofertas sumamente jugosas y la mayoría de las escasas que acepta las cancela a la mitad. Llega a confesar a Herbert von Karajan - honor y gloria de la dirección orquestal - que solamente dirigía "cuando su nevera estaba vacía". Sin embargo, su prestigio y reconocimiento no han sufrido ningún tipo de sabotaje. Aceptará hacerse cargo de la Filarmónica de Viena para el Concierto de Año Nuevo en 1989, para sumir a la audiencia del Musikverein presente en aquel 1 de enero en una espiral de encanto y posesión. Kleiber se recrea con Strauss; probablemente no habrá compositor al que haya sometido mejor al donaire de su batuta. El mundo de la música clásica no tiene más remedio que volver a inclinar la testuz ante aquel dios hecho música. Al fallecimiento de Karajan en verano de aquel exitoso año, le es ofrecida la titularidad de la Filarmónica de Berlín, propuesta que por supuesto nuestro escurridizo protagonista declinará. Se decanta ya por orquestas eminentemente centroeuropeas, aunque sus apariciones se cuentan prácticamente con los dedos de una mano. Su cancelación de conciertos se vuelve una constante, para luego coger el coche y marcharse sin previo aviso a su casa en Eslovenia - su particular paraíso perdido entre las montañas -, de donde su mujer es oriunda. Su último gran proyecto será volver a ponerse al frente de la Filarmónica de Viena para el Concierto de año nuevo del año 92. Pese a que se palpa que ha perdido algo de su frescura y vitalidad - su prematura vejez ya ha hecho mella -, la ciudad del Danubio se rinde a sus pies. Tras este último hálito de éxito y aclamación, su actividad musical se va poco a poco difuminando, a la par que también lo hace su propia vida. Su mujer - su gran soporte - lo abandonará en el año 2003 y un Carlos Kleiber apagado y diluido acabará falleciendo al año siguiente en su retiro de Eslovenia.

Se fue exactamente como quiso, sin abandonar aquel anonimato vital del que hizo su santo y seña. Cuesta razonar por qué un hombre que constantemente tuvo las mieles del éxito al alcance de su mano decidiera aferrarse a tal postura. ¿Miedo? No parece, ya que se enfrentó a los más variopintos públicos de todos los hemisferios de la Tierra, cosechando entre todos ellos una imperturbable aclamación. ¿Razones patológicas? Quizá, pero es indudable que todos los genios que en el mundo han sido han padecido otras dolencias o quebrantos - más de carácter espiritual - que han condicionado sin duda para bien su ser artístico.

¿Qué era, pues, Carlos Kleiber? No un timorato, ni un enfermo ni un bicho raro. Fue, en el sentido más puro de la palabra, un artista. Un artista que no se doblegó ante las lisonjas del mundo - pues sabe que no es su hogar -, un artista que llevó su arte hasta que le sangrara la vida, un artista que se ofreció en cuerpo y alma a servir a su vocación. Y sólo escrutando aquel sabio escolio de Nicolás Gómez Dávila podremos comprender lo que verdaderamente movía el alma de Carlos Kleiber: "Una obra de arte es un pacto con Dios". Quién sabe si lo habrá aceptado en el banquete eterno, para luego permitirle dirigir con su inmortal batuta los coros de sus ángeles.

ANDRÉS ROJO VIGUERA