In limine sapientiae

06/03/2022

In limine sapientiae [1]

Pues veo, amadísimo Apolo, que mis años han discurrido en la búsqueda de la ciencia que ilumina todas las cosas. Si bien se presentaron ante mí riquezas sin parangón y seducciones de poder y gloria, me ha valido rehuir todas esas cosas para salir al encuentro de algo más bello, justo y noble.

Te he exhortado largo tiempo acerca de todas estas cuestiones y, no en vano, he querido escribirte para que tengas un apoyo en esta nueva navegación que emprenderás. Sí. Ahora eres hombre de valía y llevas sobre tus hombros todo el esfuerzo de tus maestros, reyes y sacerdotes; y no me digas que la tarea es ardua, pues, ¿quién sino un discípulo de la Academia iba a estar mejor dispuesto? Sea, que la luz de la mañana se hermane con la esperanza que infunden las estrellas al peregrino.

Como bien sabes, hubo algún tiempo en el que floreció un fuerte deseo por encontrar el bien que encerraba la naturaleza de todas las cosas. Se puede decir que, en el origen, el alma se deleitaba en una contemplación eterna de la virtud, bajo los rayos de una infinita claridad de sabiduría. Si bien el hombre anduvo errante y precipitado a aquello que daba mayor gusto al cuerpo, se nos dio el don de conocer la palabra. De la palabra, la verdad se extendió como un vasto océano hasta alcanzar a todo hombre rico o pobre, esclavo o libre: una nueva espada había dividido al mundo para que aquellos que la acogieran fueran perfeccionados mientras que, quienes persistiesen en la maldad, fueran juzgados por sus obras.

A tus años he recibido, como agua buscan las raíces, la enseñanza de nuestros maestros de la Academia. Todos los seguidores, desde Erasto a Axiotea, pasando por el límpido Aristóteles, no han hecho más que velar por la certeza, por medio de encaminar sus obras y palabras hacia las fuentes de la ciencia. Con todo, han sido estos quienes nos han aprovisionado con los mejores textos con el fin de adelantarnos un gran trabajo.

A pesar de todas estas lecciones, bien conocidas por ti, escribía también para hacerte llegar mi opinión acerca de los llamados cristianos [2]. Todo lo que hayas podido escuchar seguramente no merezca la pena ser reproducido. Sin embargo, tuve la ocasión de presenciar una mañana el discurso de uno de estos seguidores en el Areópago de Atenas.

Frente a un tumulto de personas de toda estirpe, se levantó una voz bajo la piel labrada de un hombre sencillo y pobre. No le bastaron más que escasos minutos para reunir bajo su palabra el oído de cuantos allí estábamos: estoicos, epicúreos y otros. Cuanto he de señalar de su doctrina, me resultó coherente con el fundamento de la enseñanza recibida, salvo que dotaba al Bien Supremo de una naturaleza humana; es decir, como si la perfección pudiera hacerse carne. Al mismo tiempo que hablaba de un solo Dios, lo definía como cercano a nuestro linaje; alguien que, sin necesidad de ello, había puesto en los hombres el cáliz de la vida eterna o de la perdición. Estas cuestiones nos son de sumo interés, en cuanto permanecen en la línea de nuestra sabiduría, aunque de forma nueva y no alcanzable por la razón, como es el caso de la llamada resurrección de la carne tras la muerte.

Con otras muchas palabras extrañas nos exhortó. Abandonando toda forma persuasiva, buscó la claridad de un mensaje que venía a traer la seguridad de una creencia en el llamado Cristo, su Dios, en quien se cumplía la Escritura de los judíos y daba nombre y forma al dios desconocido de Atenas.

Al finalizar el discurso algunos se acercaron para seguirle; otros se mofaron, mientras muchos permanecieron quietos como si hubieran visto un fantasma. Ante este fenómeno, el cristiano se abrió paso entre las multitudes hasta pasar muy cerca de mí. Yo, que hasta entonces había juzgado con dureza sus palabras al punto de no tomarlas por ciertas, contemplé sus ojos clavados en mí por un instante. Su mirada cansada y compasiva detuvieron mi corazón. Mis manos temblaron al tiempo en que yo reconocía la vida de quienes lo dejaron todo por vivir coherentemente con la verdad. Te digo Apolo, que si mi razón yacía ahogada en la superficie de este océano que es la verdad, mi corazón pudo descender hasta el fondo del abismo, donde fue pacificado de manera sobrenatural. Así, sus palabras resonaron de vuelta: "en Él vivimos, nos movemos y existimos". Tras reponerme, sólo alcancé a ver por última vez el borde de su manto desgastado. ¡Gran día fue para Atenas la mañana en la que este peregrino puso pie en tierra!

Ya no sabría decirte cómo encontrar a este cristiano, el llamado Saulo, pero sí te animo a emprender esta nueva navegación de la mano de quienes cruzaron el umbral de la sabiduría, aun de las formas más insospechadas. A esto añado, que no seas cerrado a la verdad, sino pequeño ante la grandeza de la misma; prudente, justo con sus exigencias.

A pesar de las buenas noticias, seguramente sea esta nuestra despedida. Mis años me han limitado mucho y espero únicamente descansar junto a mis padres y mi ya fallecida esposa. Como maestro, ha sido un honor servir a los caminos de nuestro Estado y pueblo. Y, a ti, te deseo toda la fuerza que guardan los hombres de bien.


[1] Una copia del texto anónimo en latín fue hallada en 1846 a dieciséis kilómetros del sur de la Necrópolis ateniense por Martin Barbier, afamado arqueólogo e historiador de S. M. el Rey de los franceses.

[2] El autor ha utilizado un arcaísmo para los cristianos de los primeros años, que ha sido correctamente traducido por el editor.

RAFAEL GONZÁLEZ DE CANALES DÍAZ