Implicaciones del Génesis
El Génesis es el relato de la Creación, no como narración de los albores de nuestra Historia, sino como depositaria de su sentido, de su significado. El relato está escrito en una forma alegórica, lo que conlleva la presencia de numerosos elementos ambiguos y problemáticos para su comprensión. Además, se nutre de diversas fuentes paganas, lo cual nos obliga a diferenciar la nueva esencia aportada al relato por parte del pueblo israelita, para así no teñir este Génesis de elementos extraños. Una nueva concepción del mundo monoteísta se confronta con la politeísta. Pasa de haber unos dioses limitados, amorales, a un Dios bueno, creador y anterior a todo; de un mal metafísico, inherente al mundo, a un mal moral, proveniente del hombre. En este relato, transmisor de una nueva cosmovisión, encontramos un episodio, entre otros tantos, que nos resulta oscuro, que es el que está ligado al Árbol de la Ciencia, del conocimiento del bien y del mal. Además de desentrañar su contenido real a partir de la alegoría, debemos responder a diversas cuestiones que nos plantea su presencia en el Jardín del Edén.
La Biblia nos habla de dos árboles, uno de la Vida y otro de la Ciencia. Solo encontramos otra mención del primero en este relato, adquiriendo mayor relevancia el segundo. Dios, tras haber creado al hombre y a la mujer, les ordena que no coman de él. Ellos, en un acto de desobediencia, prueban su fruto, lo que les lleva a la expulsión del Edén. Son, por ello, arrojados al mundo, susceptibles al sufrimiento.
Nos surge una pregunta: ¿por qué, entre tantos otros de los que podíamos tomar el fruto, Dios planta un árbol que permanece inaccesible a nosotros? Antes de dar una hipótesis a esta cuestión, es necesario que entendamos el contexto.
Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen, según su semejanza. Esto es, hay algo en nosotros que es imitación de Él, manifestado en la conciencia, el pensamiento abstracto o el lenguaje; pero no solo nos unen estas facultades, sino que hay una conexión más profunda, íntima y única entre Dios y el Hombre que nos hace tender a Él vitalmente; algo inefable de lo que somos partícipes, aunque de una forma no plena.
Más aún, el ser humano es libre. Esto es, su voluntad es, en cierto sentido, independiente a la de Dios. Antes y después de la Creación, siempre reinará la voluntad de Dios, pero con el Hombre hay un matiz a esta sentencia, pues, aunque la voluntad divina se mantenga intacta, existen ahora otras voluntades que, sin poder sobreponerse nunca a la de su creador, sí pueden alejarse de la suya; hacia ninguna dirección, hacia la Nada. Sin que la voluntad de Dios pueda desviarse, surge un elemento en la Creación sobre el que no es omnipotente: nosotros. La creación de una conciencia orientada a un ser que no es el suyo y de una voluntad que puede alejarse de la suya, es, junto con la muerte de Cristo en la Cruz, el acto de Amor por excelencia, hasta límites que no podemos abarcar.

Toda esta visión se corrobora en el texto bíblico. El designio de Dios es que no comamos del fruto del Árbol de la Ciencia y aun así pudimos alejarnos de ese mandato. ¿Nos alejamos de la Voluntad divina o nos sobrepusimos a ella? En ningún caso podía darse la segunda opción. Si comer del Árbol de la Ciencia suponía ser como dios - conocer en un grado último -, esto era algo radicalmente inaccesible al hombre; por los límites de su propia existencia y su dependencia a un Ser supremo, esto era inconcebible. Entonces, ¿cuál es el significado del designio de Dios? ¿Qué sentido tiene que nos pidiera algo que, aun queriéndolo, no podríamos llevar a cabo? En definitiva, ¿por qué fuimos expulsados del Paraíso si no llegamos a ser como dioses? Porque desobedecimos.
El mandato que fue desobedecido tiene su naturaleza, no en el temor de Dios de que fuera desbancado por el hombre - lo cual es absurdo - sino en el hecho de que, al desear Adán y Eva ser dioses (no solo deseando, sino materializando ese deseo en una especie de ilusión) estarían corrompiendo la Creación doblemente: estarían frustrando su propia existencia abocándola a la Nada, y estarían además frustrando la relación entre ellos y Dios, pues la criatura se habría olvidado de cuál es su posición con respecto a su creador, aniquilando todo tipo de dialéctica posible entre ambos. Es en este sentido en el que aparece el mandato de Dios de que no comiéramos del fruto prohibido, y es así, pues, cómo de ese deseo e ilusión de ser dioses surge todo el mal - un mal moral, fruto de la libertad humana.
Llegados a este punto nos preguntamos de nuevo por qué introdujo Dios en la tierra el Árbol de la Ciencia con todos los peligros que podía conllevar. He aquí mi hipótesis. Aunque los efectos de la presencia de este árbol en el paraíso sean aparentemente negativos, no es así. Es símbolo del conocimiento divino vivo en la Tierra. Aunque sea inaccesible a nosotros, por nuestra brecha existencial inherente a la condición de criaturas, es la promesa de que un día, en el Final del Tiempos, seremos partícipes en un sentido pleno de la Voluntad de Dios. Conoceremos para qué hemos sido creados y cuáles han sido las misteriosas sendas por las que hemos andado; qué subyacía los cimientos de la Tierra; nos veremos a nosotros mismos, en definitiva, como Dios nos vio en el momento de crearnos. De esta forma, aunque inaccesible, el Árbol de la Ciencia permanece como un vínculo entre la Tierra y el Cielo: no estamos desvinculados de nuestro creador. No podemos comer del fruto, todo lo que se asemeje a ello es un espejismo, pero podemos mantener nuestra atención en él, sin pretensión soberbia, como toma de conciencia de nuestra posición en el mundo, impulsándonos no a ser como Dios, sino a volver a Dios.

En conclusión, el relato en torno al Árbol de la Ciencia nos da a entender una nueva cosmovisión, en la que el mayor peligro del hombre es querer ser como dios. Como dijimos, la raíz de todo mal se encuentra ahí. En algunos ámbitos se nos hace creer (o queremos creer) que la prohibición de Dios es nociva para nosotros, pues existe la posibilidad de que realmente seamos nuestros propios dioses. Este es el mayor engaño y abre la puerta a nuestra mayor desgracia. En la lucha encarnizada por serlo quedaremos desamparados; tras el espejismo de tener el fruto prohibido entre nuestras manos, en nuestro paladar, nos sorprenderá la soledad, estaremos fuera de nuestro hábitat, frustrados, sumergidos en un laberinto de ilusiones e insatisfacción. Habremos roto la Creación.
El primer paso hacia una relación con Dios será, por lo que implica este episodio, retornar a la posición que nos corresponde. Este retorno consiste en asumir nuestra condición de criatura con respecto a nuestro creador, lo que conlleva un cambio de rumbo existencial inmenso. Bajarnos del pedestal en el que creemos merecer estar; ceder el puesto a Dios es nuestro primer gran reto, es poner cabeza abajo todo cuanto concebimos.