Fauré y la redefinición de la muerte
Muchos han sido los compositores que han explorado el campo de la música sacra para sacar el mayor provecho de sus partituras. La riqueza polifónica, la variedad orquestal y unos claros motivos litúrgicos son algunos de los estímulos que han mantenido al repertorio sacro en un envidiable estado de pujanza. Pero quizás hayan sido las misas de Réquiem - idóneo terreno para la espeleología moral - las piezas sacras que más predilección han concretado a lo largo de las eras de la música. Aquí convendría reseñar: Mozart inmortalizó su Réquiem - la paradoja asusta - al filo de la muerte, Verdi se apartó de la ópera para dedicar el suyo a su camarada Alessandro Manzoni, mientras que Brahms confeccionó uno a su medida con textos sacados de la Biblia luterana.
Pero quien con mayor tino dotó de un nuevo enfoque al género fue sin duda Gabriel Fauré. Su Réquiem data de 1888. No solo lo redefinió musicalmente, sino que ideó un nuevo concepto intencional dentro de un innovador esquema. Si aquello del "se torea como se es" que dijo Juan Belmonte entroncó con su tauromaquia, el opus 45 del compositor francés también es un fiel trasunto de su visión del mundo. En primer lugar, a la hora de pautar la arquitectura de su Réquiem. Fauré acota la secuencia tradicional de las misas de difuntos - reduciendo considerablemente su duración -, eliminando el himno medieval del Dies Irae - "ira de Dios" - y agregando en su lugar el responsorio In Paradisum. Cambio para nada baladí. El Dies Irae se solía rezar en las misas de difuntos para concienciar a la grey de la implacable ira de Dios en el Juicio Final, donde los elegidos se salvarán y entrarán en su reino, mientras que los que se condenen serán arrojados a las llamas del infierno. En el plano musical, el Dies Irae siempre había constituido infalible recurso para la pirotecnia estilística por parte de los compositores. Y lo cierto es que el acierto en focalizar durante esta parte sus intuiciones compositivas fue categórico: por volver a nombrarlos, ahí están el Lacrimosa - parte medular del Dies Irae - de Mozart o el inicio del himno en el Réquiem de Verdi.

Pero Gabriel Fauré revoca todo este virtuosismo grandilocuente y saturado de exhibicionismo. Para él, la muerte no significa exclusivamente la rendición de cuentas ante la inapelabilidad del juicio de Dios, sino un gozoso desanudo, un sereno trámite hacia la vida eterna que Fauré, como cristiano, ansiaba naturalmente. En palabras del propio compositor: "Se ha dicho que mi Réquiem no expresa el miedo a la muerte y ha habido quien lo ha llamado "un arrullo de la muerte". Pues bien, es que así es como veo yo la muerte: como una feliz liberación, una aspiración a una felicidad superior, antes que una penosa experiencia". Blanco y en botella. Así lo ratifica su música en el bellísimo In Paradisum, la parte final del Réquiem, donde los tranquilos pasos del órgano, el tempo del arpa y el balanceo de las cuerdas recuerdan - evocan - al alma huyendo por fin del mundo para reencontrarse con el abrazo de su creador. Y es que esa nostalgia por ese mundo recobrado - por ponerse platónicos - imbuye cada estrofa del Réquiem. Ya no sólo el finalísimo In Paradisum, sino también la hermosísima súplica para soprano en el Pie Jesu, así como la tradicional alabanza del Sanctus.
Que el Réquiem fue la obra más personal y ambiciosa de Fauré, no cabe duda. Casi me atrevería a decir que la concibió como un reto, como un cúlmen a su forja como músico. Pero cabe preguntarse cómo una obra que sublima la muerte de una forma tan clara y tan meridianamente rompedora haya sido destinada a incardinarse en los anales de la historia. ¿Por qué la muerte? Fauré - artista por los cuatro costados - consideraría esta duda como mera redundancia. La muerte es el fin de lo finito y de lo tangible, pero el comienzo de esa eternidad inscrita en el corazón del hombre. Y el arte es, pues, el vehículo con el que dialogamos con ese afán de eternidad, tratando de escudriñar el más allá con herramientas de nuestro más acá. La muerte y el arte, por lo tanto, son dos realidades que se retroalimentan; la primera limpia y purifica a la segunda, mientras que ésta enmienda a la primera, elevándola a la categoría de valor moral al que urge afrontar con determinación. Gabriel Fauré fue, pues, un virtuoso de esta bella regla, un músico que trató a la muerte como su fiel compañera de viaje.

Y en una época donde la muerte parece ser una realidad postergable sin ningún tipo de impacto para la vida de un ser humano, el mensaje del Réquiem de Fauré acaso pueda resultar más interpelador. Pero pienso también que para congraciarse con ella, para designarla en su totalidad y bebérsela de "un solo trago" - lo dijo un poeta -, quizá haga más falta una pizca de fe que leer a Schopenhauer. Puede que sólo así alcancemos lo que el Réquiem - y muchos antes que Fauré - quiso desentrañar mediante los espléndidos arcanos del arte y del misterio.