Lo específicamente humano

04/18/2020

Como ser humano, podría afirmar que somos seres que nos pensamos continuamente. Damos vueltas sobre nuestra propia existencia y sobre el por qué de nuestro comportamiento. Podemos comenzar, incluso, con lo secundario, por ejemplo, la economía, y aún así nos llevaría a la raíz: el ser humano. Se podría decir que es una visión antropocéntrica, dejando de lado el tema trascendental de Dios. Pero, al fin y al cabo, yo sé esto porque soy humana. ¿Y si los animales también reflexionasen sobre su propia existencia? Quizás lo hagan pero, al no tener nuestro lenguaje, no llegaremos nunca a saberlo. Siempre tengo esa gran duda. Por eso, he querido fijarme en lo que nos hace verdaderamente humanos, independientemente de lo que los animales puedan comunicar o no.

Aceptando las diferencias a nivel fisiológico, lingüístico y geográfico, he querido ir más allá. Pero en vez de observar durante horas a mi perro, me he decidido observar a mí misma. Me he dejado sorprender por cada gesto que, aunque lo realice todos los días, en ese momento era objeto de estudio. Cualquiera afirmaría la diferencia que existe entre mi perro y yo, pero ¿qué me hace ser humana? Llevo el distintivo del bipedismo, el desarrollo de la mano, el reconocimiento del rostro... sin embargo, tiene que haber algo más que no sean descripciones a simple vista. Algo que, aunque me desfigure el rostro y esté tendida en una camilla, sepa que sigo siendo humana. Y no solo en ese aspecto, sino el saber con certeza que los primeros homínidos eran seres humanos, que tenían algo intrínseco que, se podría decir, nos convierte en iguales.

Aristóteles habló del alma, del anima, el principio vital, la vida. Y que tanto los animales como las plantas, por el hecho de estar vivas, poseen un alma. Y al morir desapareceremos, seremos un cadáver. Muchos animales se entierran, incluso ha habido casos de luto (por llamarlo de alguna forma) entre los delfines. Sin embargo, el ser humano hace algo que ningún animal realiza. Buscamos la inmortalidad. Al ser conscientes de la muerte y la imposibilidad de escapar de ella, queremos perdurar aunque nos convirtamos en un cadáver. Quizás los animales también sepan que van a morir, pero no buscan ser recordados para siempre, no buscan la inmortalidad. No realizan ninguna acción, durante su etapa adulta, que demuestre que algún día morirán.

Y nosotros sí que lo hacemos. Intentamos escapar de la muerte, no solo alargando la vida gracias a la medicina, sino dejando restos de lo que hemos sido para que parezca que seguimos ahí. Como si nuestra verdadera muerte fuera que el mundo se olvide de nosotros. Los primeros seres humanos dejaban sus manos y hazañas grabadas en las paredes, los medievales levantaban castillos, los modernos conquistaban mundo y expandían su conocimiento... Sin haber llegado a los últimos años de vida, nos preparamos para la muerte buscando una manera de perdurar. Escribimos un testamento, dejamos objetos de valor para que pase por cada generación hasta que un día se pierda y lloremos sin saber por qué un colgante tiene tanto valor. Quizás sea el valor de la inmortalidad, en cierto sentido, de aquel bisabuelo, abuelo, padre...

Pero no solo buscamos la inmortalidad en referencia a la vida. Todo aquello que consideramos bueno nos gustaría que fuese eterno. Buscamos maneras para alargar ese bien todo lo que podamos: queremos ganar más dinero y así tener más comida, queremos conseguir más vacaciones y así alargar el descanso, queremos una casa más grande y así tener más hijos... Tenemos el sentido del paso del tiempo. Sabemos que vamos a contrarreloj y nos sentimos mal cuando perdemos el tiempo, nos espoleamos con la frase: "solo se vive una vez" o "la vida son dos días".

Aunque no toda la herencia de la humanidad sea buena, está cargada de belleza. Lo que perdura sobre todo es la belleza, indudablemente. Esto ocurre porque los seres humanos admiramos la belleza, en todos sus sentidos, mientras que los animales no admiran la belleza. Porque nunca se detendrán ante un paisaje o cerrarán los ojos para sentir la música. Los animales nunca intentarán plasmar la belleza de alguna manera porque no saben apreciarla; el ser humano es capaz de reconocerla y de crearla. Y sabemos que la belleza es una forma de inmortalidad porque siempre conmoverá al alma.

Al crear belleza, el ser humano, también busca representarse. Representa los colores que ve en un paisaje, representa en un pentagrama su dolor, en una película sus imaginaciones, en unas páginas escritas su vida... pero, sobre todo, se dibuja a él mismo. Desde el Paleolítico, el hombre se identificaba y podía dibujar cuatro palos con cabeza para reflejar la cacería de las gacelas. El ser humano tiene autoconciencia, se reconoce y sabe quién es. Ningún animal se reconoce en el espejo (supuestamente hubo un pez que parecía, por su comportamiento, que sí que se reconocía) y algunos ni reconocen su propio olor. Esto nos demuestra que, quizás, no sean conscientes de su existencia. El tener autoconciencia se une con la conciencia del paso del tiempo y, por tanto, de la muerte.

Termina siendo una sucesión infinita que vuelve sobre los mismos pasos una y otra vez. Sabemos que somos humanos y eso es lo que nos convierte en seres humanos. Sabemos que tenemos un alma que nos da vida, que la vida se acaba y que la muerte es inevitable. Al ser conscientes de la muerte, queremos buscar lo mejor en los años de vida y conseguir dejar una huella que nos haga inmortales. La huella más valiosa, en mi opinión, es la creación de la belleza, ya que la admiramos y además somos la única especie capaz de representarla. Al representarla, sin querer o queriendo, nos representamos a nosotros mismos porque somos conscientes de nuestra existencia, tenemos autoconciencia. Supongo que, más allá de cualquier diferencia entre animal y humano, es una pequeña marca que nos hace específicamente humanos.

Sabernos humanos nos convierte en humanos.

PILAR TORRE DE SILVA VALERA