La auténtica muerte

04/18/2020

Hay muchas formas de morir. Y no me refiero a las diversas causas que pueden arrastrarle a uno hasta la tumba, sino más bien, a las distintas tumbas en las que el ser humano corre el peligro de ser sepultado. Sería peligroso prestar atención tan solo a una de las posibles muertes que nos acechan, sobre todo, porque la muerte temida por todos, aquella que detiene los latidos del corazón y enfría el cuerpo, es cosa de un instante para quienes tenemos la fortuna de creer en un Dios y en una eternidad. En cambio, existe otra muerte que puede prolongarse durante años o incluso para siempre, una muerte que puede definirse, desde el más puro materialismo, como un "dejar de ser".

Da lo mismo que ese abandono del propio ser se aferre a una nueva existencia ante la imposibilidad de la nada. El caso es que uno ya deja de ser un hombre, para convertirse en algo muy distinto. Si uno renuncia a sí mismo, si ataca los pilares fundamentales de su propia existencia, corre el peligro de perder aquello que le protege de ser devorado por la indefinición del cosmos, aquello que le permite decir "yo soy". Sí, la pérdida de la individualidad es, sin duda, una forma de morir: el desvanecimiento de las fronteras entre el ser indefinido, sin nombre y mi ser. Pero, ¿cómo puede el ser humano alcanzar semejante grado de traición a sí mismo? ¿Cómo es capaz de negar sus raíces más profundas? La respuesta es más evidente de lo que puede parecer: la forma de confundirnos con el mundo material que nos rodea es, sencillamente, eliminar de nuestra vida todo lo que nos diferencia, lo que nos hace únicos, hasta que, un día, olvidemos que éramos distintos, que teníamos un nombre, que estábamos llamados a grandes cosas.

Hoy en día, esa muerte está especialmente presente entre nosotros. Hay quienes la promueven y la ofrecen como tentadora manzana, porque, en una ignorancia suprema, pretenden construir un nuevo ser humano con el único anhelo del placer orgánico. Pero esa gente es y será incapaz de moldear el alma, pues está escrita en un lenguaje muy distinto al del código genético. Es en el alma, que algunos peligrosamente niegan, donde está grabado a fuego que el ser humano es distinto al resto de la creación. Y debe seguir siéndolo para evitar el peligroso abismo de la infidelidad a la propia naturaleza.

Uno de esos elementos diferenciadores de la naturaleza humana, presentes en nuestra especie desde sus orígenes, es la creación artística, como expresión espontánea y necesaria de la búsqueda de plenitud en las profundidades del propio yo. No hay nada más inútil y más indispensable que el arte. Es cierto que solo una minoría se dedica a escribir poesía, a pintar o componer sinfonías, pero todos, al conmovernos por la observación de la belleza, al sentir la catarsis de lo inexplicable, nos convertimos, de alguna manera, en artistas, en pruebas vivas de que el ser humano no es un animal más.

Por eso es terrible llenar las vidas humanas de ajetreo constante, de movimiento organizado en inamovibles horarios impuestos, capaces de hacernos olvidar que necesitamos beber de la belleza presente a nuestro alrededor y en nuestro interior, que necesitamos escuchar el silencio para recordar quienes somos. Por eso es terrible que el poco tiempo que nos queda cada día para salvar la propia humanidad lo destinemos al entretenimiento pasivo frente a una pantalla. Con un peligroso eufemismo, decimos que nos ayuda a desconectar, pero, en realidad, se trata de una anestesia para morir en la más absoluta inconsciencia.

Cuando a primera hora de la mañana, veo las masas humanas fluyendo con prisa hacia la boca del metro, no puedo evitar una imagen en mi mente. Me recuerdan a las grandes manadas que recorren cada año, en sus movimientos migratorios, miles de kilómetros, sin pararse jamás a observar la belleza de una puesta de sol. Entonces comprendo cual es la auténtica muerte del ser humano.

JAIME ALONSO DE VELASCO DOMÍNGUEZ