Elogio a las amas de casa

05/28/2020

I

Leyendo Echar raíces, de Simone Weil, me detengo en una idea: el trabajo es nuestra ventana abierta a la creación. Que en el trabajo todo hombre forme parte activa de la sociedad e intervenga en el curso que ésta sigue, que le permita hundir sus raíces en la colectividad y le ofrezca un espacio para el desarrollo espiritual es el único indicador (junto a la satisfacción de las necesidades vitales) de que una estructura económica y social está sana. Lo leo ávido, como si en la propia lectura fuera a solucionar nuestro problema de hoy, desentrañando en cada frase una nueva mirada que viene a esclarecer esta situación incómoda en la sociedad. Es una mala postura que, en vez de corregir, pretende obviar, como si así la molestia fuera a desaparecer y, de esta forma, el dolor -la deshumanización de las personas- se convierte en crónico.

Aquí, de forma inversa a las sociedades sanas, el trabajo se convierte en una atadura. Es una ocupación mecánica que nos permite, tras tropezar con ella por un movimiento imprevisto y abocado por el sistema (aquel ente del que hablaremos hasta el día de nuestra muerte, pero que nunca conoceremos), resguardarnos en el tedio del ocio durante varios días a la semana. Claro que esta es una visión pesimista de mi alrededor y está contagiada por las páginas del libro que acabo de dejar en el escritorio. Toda esta sociedad enferma en realidad está recubierta del suficiente jarabe para que no caigamos en la angustia existencial: estas son las ilusiones proyectadas a la semana próxima (ese deseo permanente de que llegue el mañana, porque ahí encontraremos la llave que desatasque el engranaje que hoy nos hace sentir inacabados), como las de la persona que comenta con su amigo al que se ha cruzado en la calle "la semana que viene ya saldremos, por fin se acabará este suplicio" y esa semana que viene contiene todas nuestras esperanzas, que, cuando llegue el día, se habrán mudado silenciosamente a unos días más allá, quizás a la semana siguiente de la que viene. Así, esta inquietud por el mañana nos salva, sin caer nunca, o al menos tarde, en la cuenta de que un embuste ha ido gobernando nuestros días.

Este es mi juicio de lo que veo a mi alrededor, este es el espíritu que gobierna a esa masa informe que me encuentro cuando salgo a la calle, tomo el metro, o voy a la universidad... Y quizás esta visión sea un reflejo de mí mismo que traslado a los demás.

De todas formas, ahí queda la sentencia salvadora de Simone Weil: la dicha en la tierra pasa por un trabajo que nos una a la creación, útil y reconocido. Pienso en mi madre, ama de casa.

Con estas tres últimas palabras se precipitan en mi mente sucesivas imágenes de ella fregando, limpiando un baño, anotando los gastos del mes, encerrada en la rutina que viene marcada por unas cuartillas donde escribe qué debe ir a comprar, a qué taller debe acudir la semana próxima para reparar el coche, qué documentos debe recoger en no se qué oficina; una vida ajetreada pero que se desvanece y no logra traspasar las paredes de la casa, y de ella solo llega ese nombre que me ha conducido a estas imágenes y que parece decir que mi madre tiene una ocupación, pero en el sentido más bajo de ocupación, en donde lo que hace tiene un rango de alcance tan mínimo que apenas es un trabajo: ama de casa.

Gran parte de las ilusiones que mencionaba antes están dirigidas, en mi etapa universitaria, a la vida profesional. No importa qué carrera estudie uno, que siempre viene acompañada por un anhelo de plenitud en el futuro: aspira a ser nuestro escalón a una vida laboral que, sin saber bien cómo, nos situará en lo más elevado de nuestro ámbito; ya sea un abogado al servicio de las causas más nobles, cuyos casos tienen tintes de John Grisham, un empresario dando a luz a una idea brillante en la oscuridad de un garaje, o un humanista que encauza por fin hacia la Verdad a una sociedad atontada. A fin de cuentas, esta ilusión ha marcado, en gran medida, mis últimos meses y lo seguirá haciendo hasta que, una vez finalizada la carrera, vea que John Grisham, Steve Jobs y Terrence Malick no se encuentran tras el despertador que suena a las seis de la mañana y me urge a levantarme para acceder a unas prácticas. Sin embargo, sigue siendo una ilusión y sé que mi madre no puede tenerla. Con un dolor que me enfurece, reconozco que la vida de mi madre ya está hecha, no hay lugar a expectativas.

Hace tiempo que su vida se desvaneció entre estas cuatro paredes y se convirtió en invisible a todos, invisible a la creación. Le pregunto a Simone Weil, le pido una respuesta, busco en la memoria alguna línea de su pensamiento en el que haga una excepción y permita entrar en la dicha terrenal a las amas de casa. No encuentro nada y me muero de pena.

(Pero, como siempre, hace falta que pase el sentimiento primero, que se calme y deje paso a la maduración de las ideas, que el concepto de trabajo expuesto por la filósofa se expanda y cobre vida más allá de las sensaciones)


II

Pocas veces damos relevancia a lo que expresa un escritor, un cineasta, un músico o un profesor. Podemos fascinarnos en el momento, que nos absorba lo que tenemos enfrente, pero rara vez llega a un grado superlativo. Las lecciones de un maestro o la idea que vertebra una obra puede quedar inscrita en nosotros a distintas capas de nuestra identidad. En muchos casos, se pierde en el vacío, cae en el olvido; en otros, pasa a habitar a una región a la que apenas acudimos de una forma consciente y si lo hacemos es confusamente; pero unas pocas veces, gracias a la maestría del artista, la retórica y la sensibilidad del profesor, el ascendente de la persona o el azar, una idea que otro nos ha comunicado permanece en nosotros con tal intensidad que queda latente en la memoria y en diversas situaciones de la vida acudimos a ella, en busca de ayuda. En cierto modo, nos define.

De esta forma, desde hace más de un año, artistas como Terrence Malick, Antoine de Saint-Exupéry, Michelangelo Antonioni; profesores como los que tuve el último año de colegio en Literatura o Historia; o filósofas como Simone Weil, se han convertido en refugios a los que acudo en diversas situaciones.

Muriéndome de pena por mi madre, abrí en mi memoria otro libro de Simone Weil, A la espera de Dios, e impregné su pensamiento sobre la pregunta dolorosa, ¿dónde queda la dicha de mi madre, su contribución a la creación? Y es que no había sido el libro Echar raíces el que había hecho germinar en mí esa duda, sino esa imagen, inscrita desde la infancia, en la que el ama de casa se relaciona con la mujer que, frente al marido que sale por la puerta a combatir con el mundo, se queda resguardada entre cuatro paredes al cargo de tareas mucho más vanas -menos legendarias-. Queramos o no, ese prejuicio, aunque muchas veces acallado y lógicamente rebatido, existe entre muchos de nosotros. Como digo, abrí las páginas del libro, que no fue más que acudir, una vez más, a esa idea arraigada, y penetró en la pregunta.

La atención es nuestra herramienta para la salvación. Es ese espacio en el que acallamos el ruido de fuera, dirigimos la vista a un punto determinado, visible o no, y nos adentramos en él. Cada ser humano, con una salud normal y pasados los primeros años de vida, es capaz de poner su atención en algo. Aún así, el concepto es tan abstracto, que se encuentra tanto en el chico que piensa en el helado que va a comprar para devorarlo, como en el científico que busca sin descanso la vacuna para un virus. A fin de cuentas, y para no deambular por cada rincón del amplio concepto de la atención, recalco, para lo que me interesa aquí, que con ella elegimos qué tiene valor y qué no; más aún, nos entregamos nosotros mismos a ese objeto (o al sujeto), con nuestro tiempo y esfuerzo, logrando una transformación en él, concreta o mental.

El amor es la forma suprema de atención, donde el tú al que se dirige se convierte en más importante que el yo. Profundizamos en la otra persona, sus necesidades, su naturaleza trascendental, dejamos de lado nuestros intereses para poner los suyos delante. Esto es inmanente a la atención. Podría decirse que si yo me fijo en alguien para sacar provecho de él, también estaría atento y, lógicamente, no es una forma de amor, sin embargo, ese caso no es más que una forma de estar atento a uno mismo, en donde el otro se reduce a un objeto. Si va dirigido a otro implica buscar su beneficio. En cambio, en ocasiones, cuando lo dirigimos a nosotros mismos se convierte en un acto egoísta, en el que nos creemos omnipotentes y tratamos de adecuar la realidad a nuestras satisfacciones.

¿Cuántas veces habré caído en ello? ¿No persigo lo mismo al querer engrandecerme delante de los demás, mejorar mi imagen, recibir aplausos, estar a la vista del mundo?

Mi madre fija su atención en la familia. Del mismo modo que un corredor de bolsa no aleja su cabeza, durante sus horas de trabajo, de los movimientos del Ibex 35, mi madre lo hace, pero con cada miembro de la familia y con un horario de trabajo que abarca todo el día. Estando atenta, asegura nuestro bienestar, y lo trasciende de una forma que, si fuéramos plenamente conscientes, el trabajo de ama de casa sería uno de los mejor valorados. Quizás sería así si se reconociera públicamente la importancia de la familia, como espacio íntimo para el desarrollo personal y elemento transmisor de la Verdad, porque ella sería ensalzada como agente fundamental para su sustento. Este sustento es mucho más que físico, no se queda en las cuartillas donde pone qué debe hacer en la próxima semana, sino que viene a ser un latido que, con su entrega, llena de vida las paredes de mi casa.

La atención produce un vacío en el interior, y es ahí donde crece el amor. Si no va acompañado de ese vacío, no es amor, sino un sentimiento débil (al que se le pone ese nombre para teñirlo de una bondad que no es más que otra forma de egoísmo). El vacío nace de la frustración de todo aquello que nos pudiera engrandecer o satisfacer. Las ilusiones, que son el jarabe de una sociedad enferma, pero en mi madre no existen del modo en que son habituales: no hay grandezas, no hay un recorrido profesional deslumbrante con aplausos, no hay un salario que ansiar, un proyecto que presentar. Todo eso desapareció, renunció a ello hace tiempo.

Decidió detener la vida para sus hijos y su marido. Todo su poder creador orientado al hogar, que lo convirtió en un todo. Ella misma se convirtió en un pulso vital que refuerza el de cada uno de los hermanos y el de mi padre; el poder transformador centrado en mi educación, en fortalecer los cimientos que mantienen en pie el hogar, en ser aliento de una mirada de cariño constante, que forma parte del cuadro de mi casa y que, más de una vez, pasó desapercibida en la rutina, como tantas veces que pasamos delante de un monumento sin prestarle atención, pero un día igual a todos los anteriores, algo fortuito hace que nos detengamos frente a él, que nuestros ojos reconstruyan los contornos de la obra, antes perdidos en el paisaje, y la esencia de ese edificio, de esa estatua, de ese parque se nos descubre con toda su belleza y profundidad. En ese momento solo podemos pensar en volver a casa, sobrecogidos, y escribir sobre él, para que aquel secreto revelado no vuelva a desaparecer en el olvido de una calle masivamente transitada.

En el trabajo de ama de casa está contenida la esencia que sanaría a una sociedad convaleciente. Representa, por un lado, la vocación separada de los intereses egoístas, como acto de amor y no fundada en ilusiones huidizas y, por otro, la orientación correcta de esa entrega, en el que su objeto es la semilla viva de la sociedad: la familia.

ANTONIO FRAGUA DOLS