El color salvará al mundo

13.04.2020

Un relato de Jaime Alonso de Velasco Domínguez

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Yo le juzgué injustamente, debo confesarlo. Le condené, sin prueba alguna, a perderse en la multitud de vidas grises que no conservan ni siquiera un nombre, porque son consumidas por el látigo implacable y deshumanizador del sol y la injusticia. Pero él sí tenía un nombre, y una historia.

Todo comenzó y terminó en un trayecto de tren, desde Getafe hasta Chamartín. A decir verdad, nunca lo vi a él directamente. Solo conocí su testamento, que consistía en una única palabra, inexistente en cualquier diccionario, que se asomaba, una y otra vez, por la ventanilla del tren. Aquella palabra era lo único que luchaba por sobrevivir a la despedida. El paisaje, de una textura desteñida y moribunda, sin apenas arbustos, se dejaba arrastrar hacia el olvido y en cambio, aquella palabra volvía una y otra vez, con distintos tamaños, formas y colores, pero siempre con las mismas letras, con la misma agonía.

Yo creí comprender el significado de ese eco infiltrado en el paisaje. Pero cuando pronuncié mi veredicto, mirando hacia un muro junto a las vías del tren, donde la palabra se dibujaba una vez más, él me habló. No esperaba que fuera a contestarme, ni mucho menos que fuera a revelarme que estaba equivocado. Pero así fue.

Desde que nació, el color gris quiso acompañarle, anclado en las paredes y en el olor del hospital donde su madre dio a luz (o a penumbra). Los años de su infancia fueron largos, porque aún vivía en su interior esa luz cegadora, que alguien quiso poner en sus sueños, para protegerle, de un mundo nublado por voluntad propia. Todavía le despertaba el sol, aunque lloviera, y no un despertador helado. Todavía el hambre solo atacaba a su estómago y dejaba a su corazón tranquilo. Todavía las calles no eran estrechas y sucias, porque le pertenecían: eran escenarios cómplices de su alegría y de ella se vestían. Todavía no había aprendido el lenguaje de los ladrillos grises con los que su vista tropezaba siempre al buscar el horizonte o el destino. No había visto los miles de ojos con los que cada edificio observaba la miseria, para nunca dejar de reflejarla en sus muros. Todavía no había escuchado la risa burlona y disonante de la ropa tendida en los balcones. No había comprendido que ese colorido de mal gusto con que se vestían las calles era un intento fallido de comprar la luz, tan ausente.

Su madre era una buena mujer, pero no en el sentido de medianía bonachona y ausente de malicia que a veces se atribuye a la bondad, sino en su significado auténtico: la entrega heroica, por muy oculta que esté en las grises profundidades de una ciudad. Tras el doloroso e inesperado abandono de su marido, ella trató de multiplicarse por dos, para llenar la ausencia de figura paterna de su hijo, con esos abrazos torpes, sin tallar, que su voluminoso cuerpo y su voluminoso corazón le daban, con esos enfados fingidos, también torpes, que buscaban imitar el rigor paterno y también con los enfados reales, que la hacían chillar de forma cómica, sobre todo cuando, ya de noche, regresaba consumida tras el trabajo agotador en la fábrica. Tanta fue su entrega, día tras día, que la víspera del séptimo cumpleaños de su hijo, cuando viajaba en el autobús de vuelta a su casa, sufrió un infarto que a punto estuvo de acabar con su vida. A raíz de ese suceso, desarrolló una serie de problemas cardiacos y se vio obligada a cambiar su trabajo por uno menos extenuante en un supermercado.

Pero, a pesar de sus esfuerzos, era imposible para ella estar en dos lugares a la vez, y su hijo, al regresar del colegio, se encontraba con la peligrosa compañía de la soledad rodeada de malas amistades, de vidas cegadas, no por la luz, sino por la noche. Todo comenzó, como las primeras heridas del hombre, con una manzana vestida de juego, de rebeldía, con otra verja prohibida que saltar en sus aventuras infantiles. Así, la repugnancia que el alquitrán despierta en la inocencia, se disfrazó de miedo que debía ser vencido para poder alcanzar el título de hombre. Esa es quizás la única ceguera peligrosa para un niño: la prisa por abrir los ojos, por ser un adulto, sin preguntarse si estará preparado para conservar la luz en su interior, a pesar de la sombra que invadirá sus sentidos cuando deje de soñar.

No es necesario explicar con detalle las formas y sabores de las manzanas con que los niños fueron envenenando su infancia. Basta con decir que en lugar del cristal que antes latía, su corazón se fue llenando de carne muerta, sin alma y de un humo capaz de engañar a los sentidos y al deseo. A medida que el humo y la carne fueron apagando la luz interna de su infancia, sus ojos fueron descubriendo el auténtico color de su mundo, de sus calles, de las paredes de sus casas, del sonido de sus despertadores, del aire viejo de la mañana. Y se vieron rodeados de un gris claustrofóbico e insoportable.

Su único modo de apartar ese gris de sus ojos era seguir devorando las manzanas coloridas con que todo había comenzado, ya no como juego, sino por necesidad. Y cada vez necesitaban más veneno para rodearse de color, para desdibujar en su retina la estrechez grisácea de su prisión, porque la penumbra ya no solo les rodeaba, sino que iba entrando poco a poco en sus ojos y en su corazón. Sí, habían crecido demasiado rápido. Les faltó tiempo para comprender que nadie podría venderles el sol, sino solo resplandores sin eco; les faltó tiempo para comprender que esa luz que buscaban ya estaba dentro de ellos y que debían aprender a escucharla, a avivar su cálida llama, a fortalecerla para que no se apagara con el viento de un mundo roto. Nadie les había revelado el fuego incombustible del auténtico amor. Mientras tanto, la serpiente que, deslizándose por las calles donde los niños jugaban, les susurró la falsa idea de una grandeza sin luz, reía al comprobar la facilidad con que condenaba a una nueva generación a la oscuridad. Pero su risa era hueca, era oscura, por la imposibilidad del abrazo entre el mal y la alegría.

Un día, cuando el prematuro adulto apenas contaba con catorce años, su madre lo comprendió todo. Solo fue necesaria una mirada, el hielo con que respondió al abrazo maternal. Entonces se dio cuenta de que alguien había robado a ese niño alegre e indefenso por quien ella había dado toda su vida. En su lugar, tenía a su lado un corazón duro, que miraba al mundo sin esperanza. Ella intentó recuperarle. Hubo gritos, enfados, castigos incumplidos, peleas y lágrimas, hasta que finalmente, tuvo que dejarle libre.

El chico pasaba el día por las calles con su pandilla, buscando la luz en los lugares más sombríos. Solo había una cosa capaz de alejarle del gris de la ciudad, sin sumergirle en penumbras aún más peligrosas. Muchos lo consideraban vandalismo, sus amigos, un pasatiempo con la emoción añadida de la ilegalidad. Pero para él, era algo muy distinto, cuya belleza solo era igualada por el rap. Esas eran, según su sesgada opinión, las dos únicas artes auténticas.

Claro está que no llegó a semejantes planteamientos desde el primer día. En sus comienzos, era como todos los demás: en plena noche, una procesión de encapuchados recorría a toda prisa las calles, llevando consigo bolsas llenas de sprays. Se dirigían al descampado que había a las afueras de la ciudad. Cerca de allí, se encontraban las vías del tren de cercanías y junto a ellas, acompañándolas en casi todo su recorrido, había un muro de hormigón de un metro de altura. A toda prisa y con el corazón desbocado, él buscaba, como el resto de sus acompañantes, un hueco en la superficie de hormigón que aún no estuviese pintada y con el spray, dibujaba su firma.

Pero, poco a poco, sus garabatos negros fueron convirtiéndose en dibujos cada vez más elaborados, grandes y coloridos. Sí, fue eso lo que le enamoró de los grafitis: que, a través de ellos, podía convertir el gris que le perseguía en una palabra brillante, llena de vida, capaz de resistir el paso de los años. Podía crear un color casi eterno. Para poder sufragar esta pasión, con el poco dinero que lograba reunir, tuvo que ir renunciando a otras actividades que solo teñían de brillo sus ojos por unos instantes, para después dejarle igualmente en tinieblas. Había hallado un color que no moría con la noche, un color auténtico.

Como apenas iba al colegio y no estudiaba, acabó repitiendo curso, pero eso no le importó demasiado. ¿Para qué aprender el funcionamiento de un mundo tan gris, tan roto? Trataba de evitar la compañía de su madre, porque veía en ella un dolor del que se sabía culpable. La despreciaba por esa compasión y ese cariño que no deseaba, quizás porque le hacía sentirse vulnerable, porque traía a su memoria cómo, años atrás, acudía lloroso en busca del consuelo materno tras una pesadilla.

Ella trató de aferrarse a la improbable esperanza de que su hijo volvería. Siempre permanecía despierta, hasta que, a altas horas de la noche, escuchaba los pasos subiendo las escaleras, con su inconfundible sonido de derrota. Entonces se levantaba de la cama y salía hasta el umbral de su habitación. Desde allí, le miraba, mientras el abría la puerta y se dirigía a su cuarto. Era un encuentro breve y silencioso. Siempre, en mitad de la penumbra, sus ojos se cruzaban durante un instante; el fuego del amor y la esperanza chocaba contra un gris inaccesible. La mujer permitía a unas pocas lágrimas resbalar por su mejilla, antes de acostarse.

Pero su corazón, roto por dentro y por fuera, no pudo seguir luchando por mucho tiempo. Una noche, cuando él regresó a casa, no había nadie esperándole. Se durmió, sin darle importancia. Pero la noche siguiente, ella tampoco estaba allí. Sin saber por qué, decidió entrar en el dormitorio de su madre. Al cruzar el umbral, del que llevaba tanto tiempo apartado, sintió un extraño escalofrío. La habitación estaba oscura, silenciosa y fría. Ni siquiera se escuchaba el sonido de la respiración y únicamente lograba entrar un débil haz luminoso por una rendija de la persiana. Llegó hasta él un olor a ropa vieja y a nostalgia. En medio de la oscuridad, el joven solo pudo distinguir el brillo sutil de un objeto metálico acariciado por la escasa luz. Era el crucifijo de plata situado en la cabecera de la cama de su madre. El bien más preciado que ella poseía. Su mirada se quedó clavada en la cruz. Permaneció inmóvil durante unos segundos. Entonces, una sensación de pavor indescriptible le invadió. Dio un grito ahogado y se precipitó sobre el interruptor de la luz. Tras un parpadeo inquietante, la bombilla que colgaba del techo se encendió.

Él respiró profundamente, tratando de mantener la calma, pero su corazón latía cada vez más deprisa. Su madre estaba tumbada de lado, tapada con una sábana hasta los hombros. Parecía sumergida en un sueño muy profundo. Se acercó al lateral de la cama, para ver su rostro. Tenía un gesto sereno, pero a la vez melancólico. No se había fijado en todas las arrugas que durante los últimos años habían llenado su frente. Había una quietud marmórea y misteriosa en aquel cuerpo, que parecía extenderse por toda la habitación. Fue aproximando su mano hacia ella, muy despacio, como si temiera romper algo sumamente frágil. Finalmente, tocó su hombro y rápidamente retiró la mano. Ella permaneció inmóvil. Volvió a empujarla, un poco más fuerte, pero ella seguía igual quieta. Notaba el corazón palpitando no solo en su pecho, sino también en su cabeza. Con una lentitud aún mayor, acercó la mano a la cara de su madre y tras un largo combate con el aire y el miedo, tocó su mejilla. Estaba fría, muy fría.

De pronto, un frío gris le rodeó. Y por primera vez en mucho tiempo, se sintió indefenso. Salió corriendo, de la casa, con la sensación de que una sombra le perseguía y se lanzó escaleras abajo. Cuando aún le quedaba un piso por descender, tropezó con un escalón y su rostro se golpeó con el suelo. Sintió que su mejilla ardía y al pasarse la mano por ella, distinguió, a pesar de la penumbra, una sangre grisácea. No, no era ardor lo que sentía, era frío. El miedo volvió a invadirle y retomó su huida. Respiraba agitadamente, porque notaba que el aire le faltaba Al llegar al exterior, la sombra seguía persiguiéndole. Se introdujo por una callejuela y después por otra, hasta perderse por el laberinto gris de la ciudad. Pero al girar a la izquierda de un callejón sin iluminación, algo le hizo detenerse.

Frente a él estaba el cielo, cubierto por entero de nubes. Apenas se distinguía la línea del horizonte, en la que el viento se congelaba para formar el suelo del descampado que tan bien conocía. Tras un instante de parálisis, volvió a correr. Atravesó las lomas de tierra seca, tropezando varias veces por el agotamiento y la excitación, hasta que distinguió las vías del tren. De nuevo, detuvo su carrera. ¿cómo era posible? Las vías seguían estando allí, igual de frías y de oxidadas que siempre. Aunque todo había cambiado, la ruta del tren seguía siendo la misma. El mundo le había dejado solo. Cayó de rodillas y lloró. Lloró como nunca, ni en las noches de sus peores pesadillas infantiles, había llorado. Un riachuelo fue arrastrando los posos grises de sus ojos, hasta revelar su auténtico color. ¡Si su madre le hubiera visto entonces...! Las lágrimas le hicieron perder la noción del tiempo y finalmente, el cansancio le venció. Se quedó dormido, acurrucado como un niño, en el duro lecho de arena.

Cuando despertó, todavía no había amanecido, pero la negrura del aire ya se había tornado en un azul pálido. Hacía frío, a pesar de que ya estaba cerca el verano. Le dolían los ojos y la cabeza. Se levantó y miró a su alrededor. Las vías seguían allí y tras ellas, el muro de hormigón. Algo le impulsó a acercarse. Como tantas otras veces, escaló la verja metálica que le separaba de las vías y atravesó el suelo de grava y el cauce metálico del tren, hasta llegar al muro. A pesar de la penumbra, no tardó en encontrar uno de sus grafitis. Un sentimiento paternal le invadió y supo que aquello era lo único que podría salvarle del amanecer grisáceo que comenzaba. Crearía color, ahogaría en un arcoíris la frialdad de la piedra. Gritaría con fuerza, usando ese lenguaje capaz de atravesar la barrera de los años. Construiría un color inmortal e inmenso.

Con aquel amanecer nublado, comenzó para el chico un tiempo de sedación interna, en el que vivió cada suceso más como espectador que como protagonista. Se dejó guiar por las órdenes de su cerebro y del mundo, esperando que llegara cuanto antes el momento de despertar, para llevar a cabo su plan. Comprendió que debía avisar a la policía, así que caminó hasta la comisaría y le explicó con sorprendente frialdad a un agente lo que había ocurrido. Después, le hicieron esperar en una sala durante horas, hasta que una mujer con una sonrisa exagerada se sentó a su lado y le comunicó que su madre había fallecido por un paro cardiaco mientras dormía. Fue la primera de muchas esperas necesarias para organizar el desorden que aquel chico había provocado. Como aún no era mayor de edad y no lograron encontrar a ningún familiar o conocido que pudiera acogerle, decidieron instalarle, al menos temporalmente, en un centro de acogida. Hubo un entierro y un funeral muy discretos y después, todo regreso a una normalidad totalmente distinta. Durante ese tiempo, apenas abandonó el centro de acogida y dejó de ver a sus antiguas amistades, porque todo había cambiado. Así transcurrieron varios meses, hasta que, una noche, decidió actuar.

Había comprado los sprays unos días antes y había logrado guardarlos en su mochila sin que nadie le viera. No fue fácil escapar. Tuvo que esperar a que el chico con el que compartía su habitación se durmiera, atravesar los pasillos sigilosamente y salir por una ventana del piso bajo sin que el portero se diera cuenta. Después, recorrió las calles sin prisa, a pesar del peligro que suponía merodear a solas en plena noche. No habría tenido el valor de hacerlo si no se hubiera sentido acompañado... Tras media hora de caminata, llegó al descampado. Saltó la valla, cruzó la vía y alcanzó el muro de hormigón. Por fin estaba allí.

Tuvo que recorrer un buen trecho hasta encontrar una zona del muro con el suficiente espacio libre para lo que planeaba. Cualquier grafitero sabía lo peligroso que era pintar en solitario, sin nadie vigilando para alertar ante la llegada de la policía o, peor aún, de algunas bandas de grafiteros que defendían con violencia su territorio. Pero él no estaba solo. De la bolsa en la que llevaba sus grafitis, sacó un objeto que brillaba a la luz de la luna, igual que aquella otra noche. Observó detenidamente la cruz, intentando comprender por qué su madre amaba tanto aquel objeto. Ella estaba bautizada, pero no era practicante y solo le había transmitido algunas nociones básicas de su fe. A pesar de ello, siempre había conservado un cariño especial hacia ese crucifijo.

¿Y por qué lo había traído él consigo? No era fácil hallar una respuesta con sentido para aquella decisión absurda. Recordó sus estrategias infantiles para devolverle a su madre la sonrisa después de haber hecho una travesura. Era una artimaña muy sencilla e inocente, pero efectiva: se agarraba a la mano de su madre y no se soltaba de ella hasta que una mirada o un beso le revelaban que estaba perdonado. De alguna manera, ahora deseaba hacer lo mismo con aquel pedazo de plata, lo más cercano a su madre que él poseía. Pero había algo más, algo que vio aquella noche, al entrar en el dormitorio. Esa cruz le llenó de un temor distinto al que hasta entonces había experimentado. No era un miedo oscuro, sino un gran resplandor, que le deslumbró, porque sus ojos ya no recordaban algo distinto de las tinieblas. Apoyó el crucifijo en el muro, lo miró una última vez y comenzó a dibujar.

Le llevó veinte días acabar su obra. Para evitar ser descubierto, solo escapaba un par de noches a la semana. Era el grafiti más grande que había hecho en su vida y también tuvo que enfrentarse al problema económico. ¿De dónde sacar el dinero para la pintura? A pesar de no haber acabado sus estudios, logró trabajo en una tienda de bricolaje. Así obtuvo lo suficiente para acabar su obra. Eran seis letras, cada una de la altura de una persona, fundidas entre sí en un colorido abrazo. Pero aquello solo había comenzado.

El chico permaneció en el centro de acogida dos años más y después, se trasladó a un pequeño apartamento. Con su trabajo ganaba lo suficiente para pagar el alquiler, la electricidad, el agua caliente, la comida y la pintura. No necesitaba ninguna otra cosa. Durante ese tiempo, repitió una y otra vez las mismas letras, variando su forma y sus colores. Cada vez tenía que caminar más lejos, para encontrar un lugar libre en el muro. Pero en sus largos trayectos nocturnos, bajo la luna llena o nueva, bajo el calor o la lluvia, él nunca estuvo solo.

¿Hasta dónde llegaría? Ya había hecho cientos de grafitis y, sin embargo, el gris seguía presente en su interior. Faltaba mucho por hacer. 

¿Hasta dónde llegaría? 

Solo había una respuesta posible: hasta llenar el mundo de color.