A Aranjuez con amor

21.01.2023

Aunque no haga falta ser erudito o mediopensionista para percatarse de que el hecho de pasear ha sido relegado al estercolero de la cotidianidad, sigue asombrando cómo algunos reductos exclusivamente ideados para ello permanecen igual de inalterables como lo pudieron ser cuando se solazaba en ellos todo un Felipote II. Hablo de Aranjuez, por supuesto. Es de esos lugares que siguen manteniendo el pedigrí de haber albergado a generaciones enteras de la realeza española, pero a la vez postular la condescendencia para admitir a estratos mucho más pobres - donde entraría un servidor, pero esto que quede entre nosotros. No obstante, Aranjuez sabe de su condición. A mayor gloria de los años escolares, fue condenado a rascar del relleno de las cínicamente llamadas salidas culturales. Sí, sí, ya saben: aquellas jornadas donde los profesores te dejaban corretear por el lugar de la visita - previo análisis de un palacio, museo o 'pokeparada' -, llevando en la mochila la bolsa con esa manzana bien amarilla y el bocata de paté (¡!), con la condición, por supuesto, de estar a las cuatro en el autobús. Pero pese a toda esta artificiosidad, creo que Aranjuez nunca se supo expresar de una manera tan vivaz e intensa cuando aquello de "juventud, divino tesoro" llegó a convertirse en enseña vital.

Porque sí - digan lo que digan -, la remuneración más satisfactoria que Aranjuez puede proporcionar es el paseo. De la clasicidad sanitaria de Hipócrates a la megalomanía nietzscheana, diversos pensadores de las más variopintas épocas parecen coincidir al considerar el paseo como uno de los más gratos aliviaderos de los que el ser humano puede disponer. El primero recomendaba "salir a pasear" cuando se estaba de mal humor; y si el mal humor persistía, sin ambages prescribía "dar otro paseo". Nietzsche tampoco pecó de medias tintas y afirmó que "todos los pensamientos verdaderamente grandes" tienen lugar "mientras caminamos". No creo que ninguno de los dos se refirieran a una forma de pasear ligada a los apremios de la rutina, colmada de trayectos tan asfixiantes como los Boca - River. Yo tampoco creo en eso. No concibo una manera de pasear que no sea divorciada del mundo, con esa soledad militante que no deja un segundo de acompañarnos. Y es que, amigos y amigas, Aranjuez sólo nos brinda eso.

Uno no va a Aranjuez a digerir grandes catedrales y edificios, ni para alardear de formidables anécdotas, ni para emborracharse de likes en el 'Insta'. Para eso ya tenemos - y perdonen - Roma, las Rías Bajas o el Bernabéu. Aranjuez necesita de una dedicación perseverante por nuestra parte, de una entrega quieta y silenciosa necesaria para poder penetrar en el pulso vital de todos sus jardines y fortalezas. Y precisamente en lugares como Aranjuez hay que luchar siempre contra cierta pasividad de 'ombligueo' que sin duda puede aflorar. A fin de cuentas, el español siempre corrió el riesgo de dejarse agasajar por ese monumento a la fraternidad llamado caña; más aún en zonas tan próximas a Castilla la Nueva, donde los rigores de la buena mesa desembocan inevitablemente en las fiestas palatales que ya se ocupó de glosar Cervantes. Siempre uno puede perderse muchas cosas al irse de pinchos por San Sebastián o de mariscadas por Galicia; cuidado con esa propensión al pecado de la gula. Aquí más bien vendría promover un híbrido entre las dos prácticas: conocer los intríngulis más recónditos del sitio que se visita, a la vez que se degustan muy apasionadamente las delicias gastronómicas que pueda aportar. Pero a Aranjuez no se viene a comer - que a mí me conste -, tampoco a adjudicarse un meapilismo de 'cuñao' por el que todo se sabe o se deja de saber. No existe otra praxis que no sea buscarlo en su honda complejidad, en sus tensiones, en su belleza. Solo así se entienden esos paseos capaces de codificar los afectos, mientras tiemblan los muros de la patria mía a la par que los cisnes se bañan en las riberas del Tajo. O esa complicidad inintencionada, ese swing amigable y casi erótico que produce una pausa en un banco ya agrietado por los dictados de la erosión petrina - de piedra, no de Pedro -, pero igualmente confortable aun reparando en la desnudez indefensa del querubín de la fuente. Lugares como estos solo están condenados a sobrevivir, aunque sea a costa del empujón obstinado que a unos pocos brinda la historia.

A Aranjuez, en definitiva, se va con amor. No hay otra, ya lo siento. Amor por eso que en los monasterios llaman contemplación; amor por esa paz insondable que a alguno se le cayó por el camino; amor por ese "seguro secreto deleitoso" del que habló fray Luis; amor, si quieren, por el mero hecho de existir. Pero ya está uno delirando, disculpen. Cierro el ordenador, firmo esto y salgo de casa; que aunque quede mucho todavía, no puedo esperar a volver otra vez a Aranjuez a enamorarme.

ANDRÉS ROJO VIGUERA